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El Telégrafo
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A cada quien su santo

A cada quien su santo
24 de marzo de 2013 - 00:00

Para ti. ¿De cuántos ángeles eres María?

Ocurrió durante la procesión de Viernes Santo del año anterior. Un amigo fotógrafo quedó fascinado con un cucurucho que cargaba a hombros una cruz hecha de troncos y calzaba flamantes zapatillas Adidas. Lo fotografió a lo largo de toda la romería, pues consideraba que aquella cosa de “un cucurucho con Adidas” salía de todo esquema, que se trataba de una nueva forma de devoción religiosa (que vinculaba el fervor por Jesús del Gran Poder y el gusto por las zapatillas de la conocida marca alemana). Persiguió al penitente hasta que, fatigado al final de la jornada, se deshizo de la cruz con ayuda de otros participantes y logró sentarse en uno de los graderíos de piedra. Al quitarse la capucha, el rostro de un anciano sudoroso, de piel cobriza y surcado de arrugas fue recibido por la canícula.

El fotógrafo se acercó extasiado. Pidió permiso para tomar una nueva foto y preguntó luego por las zapatillas: ¿cómo así un cucurucho con Adidas? El hombre tomó un largo respiro, miró a los ojos del preguntón y respondió: “Me las regaló mijo para hacer la procesión, porque tengo calambres en los tobillos. Si no me las pongo no avanzo a llegar, mi don”.

La fe esparcida

El Sagrado Corazón aparece en el muro de algún usuario de Facebook: “Da un like si quieres conseguir un milagro de parte del Sagrado Corazón de Jesús”. Al rato, la imagen hecha de bits tiene más de 350 likes y contando.... En la calle, un merolico deambula. La socarrona voz (parece producto de gárgaras hechas con agua, sal y tachuelas) anuncia afiches de venta: están la virgen del Quinche (abanderada del pabellón nacional), la Mano Poderosa (con sus intrincados símbolos metafísicos), San Juditas Tadeo (blandiendo el hacha con que lo decapitaron), Metallica, Dady Yankee y el Divino Niño (el más joven de todos y el que tiene “más palanca” con Dios, ya que se trata de su hijo). En la capilla cercana a una maternidad privada alguien desliza una moneda por la ranura de una máquina color rojo dispuesta ante el altar de una Virgen del Carmen pintada en la pared. A cambio de esos veinticinco centavos un foco se enciende. Es una “vela eléctrica” que cobra por plegaria. En el taxi recién comprado se advierten, todavía, los rastros de la bendición hecha en el santuario de El Quinche: el papel crepé de la cinta y el moño color azul con que fue adornado, para recibir la bendición, siempre al apuro, de algún monje oblato que roció agua bendita salida de un balde de plástico.

En el estadio, el equipo consigue una agónica victoria y gana el título, sale de la segunda división o clasifica a la siguiente ronda. La fe, mezclada con delirio futbolero estalla en el graderío. Alguien recorre de rodillas un trecho de la tribuna, cargando en hombros la imagen de bulto del santo tutelar vestido con la divisa del equipo. Entre el bullicio de las canciones, bocinas, tambores y griterío, son perceptibles las gratitudes del hincha-feligrés: ¡Gracias virgencita del Cisne! ¡Gracias churonita! El mismo domingo, en el segundo piso de un edificio, donde antes funcionaba una discoteca, durante la jornada de oración de un grupo carismático alguien profetiza: su voz, transfigurada en palabravenida de los cielos advierte sobre pecado generalizado, la destrucción de todas las cosas envueltas de mal y la renovación del mundo. A su alrededor, la fraternidad llora, mira hacia el cielo acongojada o levanta sus manos en señal de alabanza.

En otra parte de la ciudad, de la televisión o de la red social el Pare de Sufrir llama a sus feligreses a la bendición del aceite y la renovación de los pactos antiguos. La gente llega con botellas llenas hasta el cuello de aceite de cocina, aceite para niños o aceite de oliva. A una señal todos levantan sus botellas y reciben la oración impartida en el español mezclado con portugués del misionero recién llegado de Pernambuco, de Sao Paulo o de Rio de Janeiro. Al fin del culto, la gente deposita en un ánfora sus ofrendas, clasificadas de acuerdo con la cantidad entregada, y con el “nivel de fe” de cada creyente: ofrendas de oro, USD 100; de plata, USD 50; y de bronce, USD 25.La ceremonia se realiza en un antiguo cine.

En el andén de salida de la terminal terrestre una mujer coloca un escapulario recién bendecido en el cuello flacuchento de su último hijo, que está por embarcarse en un autobús hacia el suroriente. No se trata de un viaje de trabajo, de placer o de negocios. Es un peregrinaje en busca de los saberes milagrosos de los chamanes amazónicos. Esos que curan lo que la medicina occidental no consigue resolver, que sanan los males del alma y entienden que cada enfermedad, como la gente en la que deciden habitar, tienen un nombre propio (y no uno científico) que debe invocarse para conjurarlo, e invitarle a salir. En el mercado mas viejo de la ciudad, una mujer sentada en un banco de madera padece de gota. Con el pie envuelto en trapos y un bastón despostillado vende milagros: jabones con poder de atraer la suerte, perfumes de “sígueme sígueme”, baños mágicos, velas de colores para encendérselas a cualquier santo y de acuerdo con el milagro (rojo para el amor, blanco para la cura, verde para el dinero, negro para la venganza). Junto a la mesa en la que guarda sus cosas personales una Biblia reposa entreabierta en algún salmo. Lee mientras pasa el día y los clientes llegan. El pastor del templo pentecostal al que asiste les ha pedido reflexionar sobre la poesía del Rey David y los patriarcas durante la semana. Es que ella vende artículos sagrados, no cree en ellos. Es evangélica desde hace quince años.

Religiosidad popular y prácticas sociales

Quienes encuentran en las creencias populares un rezago de pensamiento arcaico o superstición, peleado con la modernidad; una expresión de atraso, escasa educación o “falsa consciencia”; manifestaciones de penetración cultural del imperialismo; o mecanismos de dominación ideológica que operan en el subterfugio de los espacios sentimentales más íntimos de las personas, olvidan que las formas religiosas se sostienen (más que en complejos aparatos de orden ideológicos, relaciones socioeconómicas deprimidas, insólitas conexiones entre entelequias que dominan y mentes dominadas, o en el resguardo cultural de nuevos mecanismos de colonización) en creencias. Quiere decir, que la religiosidad existe porque alguien cree, y que las creencias populares son form as socioculturales de decir algo que no puede expresarse de otra manera.

Esta dimensión, que de entrada invita a reflexionar en las formas materiales que adquieren las creencias (en general), desemboca en el estudio (más particular) de las prácticas culturales que pueden evidenciarse en las manifestaciones de fervor popular, en el ámbito de lo público (el ritual que es compartido, que incorpora la participación de otros, que al compartir los usos de determinadas formas de vivir lo sagrado se tornan próximos (fiestas, procesiones, romerías, misas, cultos…) y las formas de fe más íntimas (altares domésticos, devocionales familiares, rituales personales…). Es decir que, al indagar qué es lo que la gente hace con las creencias que tiene, o en el consumo de determinadas formas de espiritualidad o devoción, puede obtenerse una descripción en detalle de los mecanismos socioculturales que la gente pone en marcha, en la perspectiva de “poner en escena” (en este caso, en la teatro religioso), sus aspiraciones, malestares, luchas, reivindicaciones y formas cognitivas de comprensión. La religiosidad popular es una forma de estar en el mundo, de volver excepcional el espacio de lo cotidiano, como diría Mircea Eliade, de “traducir lo profano en códigos sagrados” (Eliade 1998).

Poner en escena la vida, narrarla como lucha y como empresa, reinventarla mediante el repertorio cultural que brinda lo sagrado, implica a su vez interrogarnos la manera en que se entreteje la vida cotidiana. El modo en que se establecen los vínculos sociales (la hermandad con quienes comparten determinadas formas de fe), las maneras de encarar los riesgos provenientes de la propia experiencia de la modernidad (migraciones, peligros relacionados con crisis económicas y de trabajo, salud, pérdidas materiales y humanas o el propio desarraigo) o marcas que orientan las trayectorias cognitivas de orientación en contextos extraños que pretenden “familiarizar” dichos entornos. “Limpiándolos”.

La virgen del Cisne, el Divino Niño o la Guadalupana acompañan los flujos migratorios hacia Europa o los Estados Unidos. Sus imágenes son colocadas en lugares visibles de la ciudad, con predominio de ecuatorianos, colombianos o mexicanos. A su derredor se instaura una asociación que administra el culto, promueve fiestas, realiza misas y reconstruye, con estos elementos, lazos sociales en suelo extraño, familiarizado a través de las imágenes que “entran en lucha” con aquellas que son propias del territorio simbólicamente arrebatado. Así, el Divino Niño entra de a poco en el santuario de la Virgen del Quinche y la desafía; la Churona atraviesa el Atlántico y se instala, junto con los emigrantes, en la plaza pública, mal que le pese al panteón de santos y vírgenes españolas; y el Hermano Gregorio, con levita, sombrero y maletín se coloca, al disimulo, junto al altar de la Nuestra Señora de los Remedios.

Combates en clave sagrada

Pero, a su vez, la religiosidad manifiesta combates y tensiones que, detonadas en el terreno de las creencias, irradian otros espacios del tejido social. Se originan en el consumo devocional pero envuelven relaciones y situaciones más amplias. Son guerras traducidas en imágenes. La asociación de propietarios de negocios instala un altar en los pasillos del centro comercial. La advocación elegida como patrona es Nuestra Señora de Las Lajas. Dos semanas más tarde el altar es derrocado por los travestis propietarios de los salones de belleza aledaños. No se oponen a la presencia de una advocación protectora, se oponen a que sea mujer… y virgen. Varios meses, denuncias, confrontaciones y acuerdos más tarde, la asociación (comerciantes, propietarios de locales comerciales, peluquerías y travestis) inauguran un nuevo altar color blanco y luces de neón color celeste, dedicado al Divino Niño (o Niña, ya que entre su rostro sonrosado y alegre y su túnica rosada no es posible determinar su sexo) (Cabrera 2011: 40-42).

La imagen religiosa y su consumo plantean, de acuerdo con la reflexión desarrollada por Serge Gruzinski, divergencias que ocurren en el ámbito de la producción de la imagen (cabe incluir aquí la confección del ritual) y el modo en que es utilizada (consumida). Controversias que trastocan en “guerras de imágenes” cuyos usos se interponen una sobre otra (como estratos o capas geológicas) que resultan en formas de religiosidad que sintetizan prácticas y usos provenientes de matrices culturales distintas pero, a la vez, aproximadas por acción de sus sedimentos comunes (Gruzinski 2006).

La Dolorosa (dama que parpadea ante la mirada fervorosa y atónita de profesores y estudiantes del colegio, en la primera década del siglo XX) es reivindicada, también, como una reacción frente al liberalismo. En medio de la lucha política de esos años, la virgen llora. Sus lágrimas son por causa de la juventud se que liberaliza, de las mujeres que dejan sus tareas hogareñas y se insertan en el mundo del trabajo asalariado, entran en la universidad y acceden al voto. Desarreglan un orden que, de acuerdo con el la religión oficial, es natural y divino.

Entre los años cincuenta del siglo pasado, el Sagrado Corazón fue ampliamente difundido por su carisma protector de las familias católicas. Colgado sobre el dintel de la puerta de la casa es una advertencia frente al avance de los grupos evangélicos y la secularización que proviene de la educación laica, las aulas universitarias y el pensamiento marxista. Es, también, una advertencia a los varones de la casa en cuanto a su tarea como custodios de la fe y los valores familiares “¡Detente, el Sagrado Corazón está contigo!”.

No hace mucho, Narcisa de Jesús Martillo, beata montubia, fue elevada a los altares, justo en medio de una contienda enmarcada en el texto de la Constitución ecuatoriana, reprochada por la Iglesia y varias agrupaciones religiosas más como abortista y negadora de Dios. Narcisa, santa del pueblo, relicario y guitarra en mano devolvió milagrosamente el útero a una niña que nació sin él. Le “devolvió su feminidad” y su lugar dentro de la estructura patriarcal promovida por el catolicismo institucional: mujer = madre (Cabrera 2008, en El Telégrafo, 8 de octubre, p. 10).

Explorar el modo en que se manifiestan estas tensiones permite apreciar las formas en que el fervor popular “saca provecho” del uso de la producción religiosa. Uno es el uso dado por la institucionalidad y promovido por ella entre los feligreses. La producción de una imagen, devoción, ritual o culto difiere ampliamente de su consumo. Ello invita a reflexionar sobre el carácter impredecible de la cultura popular.

La invocación a una imagen religiosa o a un conjunto de rituales en la perspectiva de “marcar el territorio de lo sagrado” (construcción de ermitas y altares efímeros, convites a fiestas, priostazgos, conformación de comunidades de seglares o grupos catequistas), rechazar los agentes que amenazan la comunidad o colocar los hitos memorables de una iglesia o grupo religioso (misas y cultos inaugurales, marchas alrededor del barrio o procesiones) sirve lo mismo, para reafirmar el carácter institucional de la religión; o para resistir su deseo de influencia.

Una pequeña congregación pentecostal inaugurada en la parroquia de El Quinche es asaltada en la noche. Bancas de madera, biblias y literatura evangélica son amontonadas y empieza el incendio. “No queremos una iglesia evangelista en El Quinche, eso ofende a la Virgen” es el argumento que traslucen las arengas y gritos de los manifestantes. El local es destruido y los artefactos sagrados del pentecostalismo (unos pocos, ya que la espiritualidad de este grupo no está basada tanto en objetos, como en experiencias) son reducidos a cenizas. Un año más tarde, en un barrio del sur de Quito, otra comunidad evangélica conmemora el incidente. Sus miembros, reunidos en grupos de hombres, mujeres y niños, desfilan en silencio por la calle hasta la estación de la cooperativa de transporte “Nacional” donde se levanta un altar (de bloque y hierro) dedicado a Nuestra Señora de El Quinche. La marcha rodea la manzana siete veces. Y en silencio. ¿Una repetición de la estrategia militar y religiosa de los hebreos utilizada en contra de la ciudad de Jericó? Con la séptima vuelta, los pentecostales rompen el silencio. Cantan, gritan, tañen sus panderetas, tocan quenas y zampoñas y soplan el cuerno zhofar (un instrumento proveniente del ritual judío, hecho de cuerno de carnero. Simbólicamente la virgen ha caído. Ahora es posible recomenzar en la parroquia del Quinche una nueva obra, sin temor a represalias, ya que en el mundo espiritual el ídolo ha sido atado.

Creer: ¿debilidad o táctica?

El historiador Michel de Certeau acuñó una interpretación útil para la comprensión de la religiosidad popular. Se trata, según el estudioso francés, de relaciones legibles por medio de un movimiento (o juego) que involucra estrategias y tácticas. De manera general (sin entrar en el detalle que merecería una aproximación más minuciosa a lo dicho por este autor) diremos que las estrategias corresponden a la producción de los objetos culturales, determinada por los mecanismos institucionales que regulan el tiempo de manufactura y las maneras de utilizarlo, con arreglo a determinados fines. En nuestra reflexión, la estrategia corresponde al espacio en el que se organizan los discursos religiosos (los cultos y rituales) y se determina, oficialmente, la manera de promoverlos (Certeau 1996: 35-48).

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Contrariamente, las tácticas corresponden al consumo, al uso siempre impredecible de los bienes culturales producidos. A la forma en que “se les saca provecho” para expresar, interpretar o procesar determinados conflictos que atañen a la vida cotidiana. Se trata de una dinámica cercana al juego y, por lo tanto, mantiene una dimensión lúdica. Las maneras en que el consumo religioso “escamotea” o “amaga” los discursos de poder, las lógicas de organización y los modos en que se organizan las liturgias y los usos oficiales de la fe, con arreglo al dogma. A fin de cuentas, los santos y las vírgenes, así como las experiencias espirituales (sanidades, milagros, visiones y epifanías) pertenecen a la gente, a los usuarios de lo sagrado. Cabe, entonces, interrogarse, más por que la manera en que la religión utiliza los objetos producidos por ella, como mecanismos de predominio de sus maneras de comprensión del mundo; por las formas en que dichas producciones son apropiadas en el terreno de lo popular: las maneras de utilizarlas, los modos de sacarles provecho y las cosas que se fabrican con su consumo.

En la Bahía de Guayaquil el incendio causado por las fábricas clandestinas de camaretas y explosivos arrasa con los locales comerciales y la mercadería. Se van a pique los negocios de cientos de familias que lo invirtieron todo en electrodomésticos, ropa, artículos de bisutería, computadores… en medio del fuego alguien ve al Divino Niño salir de su altar, en alguno de los corredores, apagar con sus manitos de niño rechoncho las feroces lenguas de fuego y volver, de nuevo a la urna de vidrio desde la cual protege los negocios. La gratitud y el fervor de los comerciantes desemboca en la construcción del santuario del Divino Niño en Durán, administrado por los propios vendedores. En Quito, en cambio, la advocación colombiana (invento del padre salesiano Juan del Rizo para levantar limosnas con santo propio, cuando los carmelitas le prohibieron utilizar la imagen del Niño Jesús de Praga, por tener su “exclusividad”), tiene dos santuarios a él dedicados que disputan, también, su exclusiva: La Ofelia y Cotocollao. La plasticidad de la imagen (y en relato de su nacimiento, al margen de la Iglesia) lo convierten en el “santo de moda”, desplazando incluso a devociones con mayor tradición: está en la iglesia de San Francisco, en la iglesia de La Merced (junto a la patrona de las Fuerzas Armadas), desfilan con él los cucuruchos de Viernes Santo (que mitigan el suplicio del Jesús del Gran Poder con la imagen del otro Cristo, vuelto niño y con sus brazos en alto), tiene telenovela propia (“Historias del Divino Niño”) y hasta ayudó a “Cevallitos” a cuidar el arco de LDU. En Colombia fue protector de Pablo Escobar contra los esfuerzos de la Policía por capturarlo, protegió a Miguel Masa Márquez en el atentado perpetrado por los secuaces del capo (cuando el edificio del DAS voló en pedazos) y cuidó del ex presidente Pastrana mientras estuvo secuestrado.

Jugarretas: entre lo que el dogma dictamina y lo que el creyente aspira
A cada quien su santo. Considerar la religiosidad popular como espacio de las manifestaciones menos modernas y poco racionales (o solo turísticas) del pueblo, inmerecedoras de una consideración más seria sobre sus dinámicas, limita los aproximaciones a la comprensión de qué es lo que la gente hace (o fabrica) con lo que usa. El consumo cultural de la religión permite, por el contrario, comprender los sentidos que se entretejen a través de las apropiaciones de las devociones, los rituales y las formas de espiritualidad más variadas, en la perspectiva de conocer, más que los discursos que organizan la institucionalidad de las distintas formas de fe, las prácticas socioculturales por las cuales se evidencian los modos en que las personas organizan su vida y trazan sus relaciones más próximas.

Informa, además, sobre las formas “escamoteo” o “amago” que subyacen a las formas de consumo, y que muestran las divergencias entre los modos en que el discurso religioso es producido y sus tipos de recepción y uso. Lo que el dogma dictamina difiere, casi siempre, de lo que el creyente aspira. En un rincón de la capilla de La Merced, está el altar del Señor de la Buena Muerte. Un Cristo ensangrentado, con las manos atadas y un cetro de madera entre sus manos. Una mujer y su hija de doce años (con ocho meses de embarazo) le rezan. Entre sollozos y susurros piden venganza: que al padre solapado de la criatura le ocurra un accidente: que sea atropellado al cruzar una esquina, que el camión que conduce pierda los frenos caiga a un profundo barranco. Que a su novia se le caiga el pelo, que le corten el teléfono de la casa, que pierda el trabajo y se vuelva seca como un ladrillo. Tres velas color negro (compradas a la vendedora de la puerta, a pesar de la prohibición del cura) se encienden como ofrenda. Muy que le pese a los administradores del culto a la agonía del Cristo, El Señor de la Buena Muerte es también, para quienes lo veneran, el Señor de la Venganza.

PERFIL

Santiago Cabrera Hanna es magíster en Estudios de la Cultura por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador (UASB-E) y candidato a doctor en Historia Social por la Universidad de Sao Paulo (USP). Investiga la religiosidad popular en las ciudades andinas a partir de la idea de consumo cultural, el papel de las devociones religiosas en la organización de las identidades, y la formación del Estado republicano en el Ecuador por medio del estudio de las articulaciones entre la Iglesia y la cultura local. Es profesor e investigador del Área de Historia de la UASB-E. Ha publicado “Yo reinaré” Culturas populares y consumo religioso en la devoción al Divino Niño (Quito 2011) y, como editor, Patrimonio cultural, memoria local y ciudadanía. Aportes a la discusión (Quito 2011). Correo electrónico: santiago.cabrera.hanna [arroba ] gmail [punto] com

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