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¿Y cuándo cambiamos la enseñanza del Derecho en el país?

Uno de los temas centrales para el cambio en la administración de justicia es la transformación que debe emprender el sistema de educación superior en general y la enseñanza del Derecho en los centros de educación.

Con respecto a la gestión académica de las instituciones universitarias y su responsabilidad en la formación de las y los profesionales del Derecho, quisiera plantear algunas inquietudes para la reflexión: ¿Con qué frecuencia los consejos directivos de las facultades o escuelas de Derecho promueven espacios de discusión con su comunidad universitaria (estudiantes, graduados, profesores y trabajadores) para actualizar y rediseñar los planes curriculares? ¿Se promueven eventos de discusión nacional entre esas instituciones para intercambiar experiencias sobre reformas a las carreras en el país de acuerdo con las exigencias más actuales de la sociedad? ¿Están las autoridades académicas procesando las observaciones que puedan hacer las y los estudiantes sobre sus mallas curriculares y plan de estudios en las carreras para abogada/os? ¿Cómo estamos pensado el principio constitucional de pertinencia en las Facultades con relación a los cambios en el modelo académico y la propuesta micro, macro y meso curricular que corresponde reconstruir para el tipo de Estado actual que tenemos?

¿Estamos generando un pensamiento jurídico ecuatoriano y latinoamericano o reproducimos escuelas y categorías sin análisis pragmáticos que no permitirían un desarrollo jurídico propio en las universidades? ¿Estamos aportando a la construcción de un derecho intercultural y plurinacional? ¿Cuentan los créditos o materias con suficientes herramientas prácticas? ¿Son apropiados los métodos y técnicas utilizadas para investigar la evolución y cambio de nuestro sistema jurídico? ¿Enseñamos Derecho para cambiar la realidad o mantenerla? ¿Aprendemos para alterar las lógicas discriminatorias y excluyentes o para agudizarlas?
¿Qué enfoques son los que priman a la hora de impulsar las acreditaciones de servicios a la comunidad? ¿Cuándo se realizó el último referendo a la comunidad universitaria en  donde estudiaste?

Para concluir esta primera sección, quisiera hacerlo con unos temas que nos pueden dar una radiografía preocupante de cómo nos encontramos: ¿Cuántos libros leen las y los estudiantes de Derecho durante su carrera? ¿Cuánto ha cambiado para las últimas cohortes el formulario “formalista, memorístico e inquisitivo” con el que nos prepararon a los actuales abogados/as?  

Por citar solo un caso, sería oportuno cuestionarnos la forma cómo abordamos el Derecho Constitucional en las aulas con las siguientes interrogantes: ¿Estamos narrando la historia constitucional de despojo en derechos o solamente abordamos el constitucionalismo contemporáneo sin una conexión con sus antecedentes historial? ¿Seguimos enseñando con visiones del Estado-nación monocultural y un esquema de ciudadanía censitaria? ¿Promovemos capacidades críticas frente a las estructuras constitucionales y jurídicas importadas por nuestras élites criollas para crear un Estado a su imagen y semejanza? ¿Aprovechamos su estudio para establecer cómo mejorar la calidad de nuestras instituciones y su visión comparativa con los textos constitucionales? ¿Vinculamos su estudio con el de la sociología constitucional para identificar qué tipo de diseño e innovaciones institucionales serían las más apropiadas para el país? ¿Somos capaces de contextualizar los procesos y los actores con los que se gestaron los ciclos constituyentes? ¿Logramos desarrollar capacidades analíticas con sustentos verificables sobre las problemáticas para la aplicación constitucional?

En lo que se refiere a la posibilidad de que puedan gestarse acciones de coordinación entre los centros educativos y las entidades relacionadas con los ámbitos judiciales para la definición de criterios orientados a mejorar la formación en esta disciplina, sugiero reflexionar lo siguiente: ¿Están las instituciones públicas relacionadas con el sector judicial organizando eventos con las facultades o escuelas de Derecho para discutir y buscar mecanismos de cooperación sobre los perfiles y estructura de las carreras de abogada/o que ofertan a la sociedad? ¿Están esas instituciones generando insumos en diagnósticos y estudios que permitan mostrar las condiciones sobre el ejercicio de la profesión para que las universidades puedan usar esa información con miras a fortalecer las herramientas y medios usados para la formación básica y a reforzar la capacitación que realizan para las y los alumnos en su futuro desempeño profesional?

Hay que poner mayor énfasis como sociedad en que nuestra preocupación no solamente debe estar dirigida a las dinámicas con que funcionan las instituciones judiciales o las dependencias del sector público en las que prestan sus servicios las y los abogados, sino a ubicar la mirada en  la situación pasada y actual de los centros universitarios en las carreras de Derecho.

Al respecto, habría que preguntarse: ¿Estamos aportando como sociedad para recomendar las mejoras que necesitan los marcos conceptual, curricular y pedagógico para nuestros estudiantes de Derecho? ¿Están los medios de comunicación promoviendo el debate sobre la oferta académica a nivel nacional, territorial y local para las y los futuros abogados?  ¿Cuánto nos hemos preocupado por reflexionar sobre las actividades de vinculación con la colectividad de estos centros de educación en esta materia?

Cabe advertir que nuestros sistemas procesales han heredado las instituciones y tradiciones conceptuales de otros sistemas judiciales que no han sido capaces de aportar a nuestras problemáticas propias, sino que también contagiaron de ciertas deficiencias institucionales y culturales a nuestros operadores jurídicos. El desarrollo del modelo civilista y positivista (como el único y máximo en ciertas materias) en la formación de las y los profesionales ha generado serias limitaciones para una preparación más amplia que permita profundizar su visión en el constitucionalismo pluralista, o probablemente se consolidó una tendencia de preferencia a transferir las nociones del derecho privado sobre las perspectivas del público.

Hay que puntualizar que hemos recibido un conjunto de actividades educativas conducentes a obtener una instrucción muy reducida. Las y los abogados en el tercer nivel o grado no reciben campos del saber relacionados con la administración del Estado, gestión pública, gerencia empresarial,  políticas públicas, planificación de programas y proyectos, entre otros.

A tal punto se da esto, que después los programas de cuarto nivel deben suplir esas deficiencias, cuando deberían estar orientados a definir entrenamientos más avanzados o a la especialización científica e investigativa de aquellas áreas del conocimiento que ya fueron iniciadas en el nivel de grado. Si alguien se preguntase qué importancia tiene abordar esas asignaturas para la formación de abogacía, algo a tener presente  sería que las y los abogados que asumen la organización legal de los actos administrativos y normativos de los ámbitos de entidades públicas y privadas, deben conocer los escenarios en que funcionan esos procesos, para que su trabajo responda mejor a los requerimientos y para comprender mejor que la ley no es el principio y fin de las cosas, sino que existen realidades y complejidades que la superan.

Parecería también que las y los docentes no hemos sido capaces de promover suficientes rupturas paradigmáticas con relación a las escuelas jurídicas doctrinarias e históricas, y esto que se transmite a las y los alumnos se ve reflejado en la elaboración normativa del país. Un ejemplo de esto último, cuando revisamos la globalidad del texto constitucional de 1998, se observa la impronta del constitucionalismo liberal monista del siglo XIX. En otras palabras, la enseñanza del Derecho ha desembocado en profesionales que se encargaron de concebir una (re)producción normativa colonial.

Los temas planteados no solo competen a las instituciones de educación superior, sino a todas aquellas entidades que poseen atribuciones en temas vinculados con la administración judicial. Cuando por ejemplo, detectamos falencias de las o los jueces a la hora de interpretar la ley, ignoramos, a veces, que ese quehacer está definido por el conjunto de imaginarios, prejuicios, miedos y falsos dilemas que todos los medios de instrucción formal e informal lograron impartir en ese juez. Por esto hay que empezar poniendo atención a las acciones de evaluación al interior de las instituciones universitarias, proceso que debe estar alimentado con el diagnóstico que pueden levantar y compartir las entidades públicas que han evaluado a las y los profesionales del Derecho. Empero, el informe del CPCCS sobre las universidades que presentaron su rendición de cuentas es muy desalentador (apenas 8 entregaron su informe durante 2012).

Sin una transformación epistémica de los saberes para la formación de las y los futuros abogados, así como la realización de actividades complementarias en capacitación para los profesionales actuales que vayan dirigidas a modificar las relaciones de saber/poder, los discursos y prácticas imperantes en las instituciones públicas sobre los derechos a la justicia no podrán cambiar.

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