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Punto de vista
¿Puede un reglamento suspender un derecho constitucional?
Todo reglamento y cualquier acto normativo debe adecuarse, de manera formal y material, a la Constitución. Por ello, una de las responsabilidades del servidor público es velar por cumplir con ese propósito al momento de su aprobación. La dimensión ética-sustantiva del servidor (a) está en asumir su carácter transitorio en toda entidad pública, para comprender que su razón social está en crear condiciones de servicio a la comunidad con la finalidad de que puedan acceder a sus derechos. Los actos administrativos y normativos están obligados a profundizar el valor normativo del texto constitucional, no a reducir ese valor. Los reglamentos deben crear los ámbitos, requisitos y procedimientos necesarios para impregnar a todo el ordenamiento jurídico de los principios, valores y derechos constitucionales; deben dotar de los mecanismos más eficaces para hacer posibles esos derechos, no para suspenderlos.
La producción legal de los organismos públicos debe ser complementada con las prácticas hermenéuticas y argumentativas de sus servidores con el interés de que permitan superar las interpretaciones formalistas y normativistas que reducen los reglamentos a esquemas culturales positivistas que no contribuyen para que el Estado cumpla con su verdadera misión constitucional: respetar y garantizar los derechos fundamentales. Hace falta la construcción de otras prácticas administrativas para que ciertos servidores entiendan que los derechos no surgen con una ley, ni tampoco nacen con el estricto cumplimiento de los requisitos de forma de un reglamento, menos aún en la observancia rigurosa de formalidades o aspectos de forma que no se encuentran contemplados en el texto constitucional.
El constitucionalismo de los derechos exige que las entidades públicas revisen sus comportamientos en la perspectiva de que una norma no puede ser válida solamente por el hecho de estar vigente, sino porque realmente es justa en su aplicación, esto es, que se corresponda con aquellos valores que la sociedad necesita, no aquellos que le parecen al servidor que cuenta con un poder temporal para decidir sobre una disposición específica. Ese constitucionalismo es también aquel que requiere de la razonabilidad y racionalidad de los funcionarios administrativos y judiciales para justificar y explicar una resolución al amparo de lo que los preceptos constitucionales, como mandatos de jerarquía superior, permiten o prohíben para la sociedad, más no necesariamente lo que un reglamento es capaz de exigir –de manera literal- desconociendo que puede estar en juego la afectación o profundización de un derecho.
La aplicación de las fuentes del Derecho no consiste en la defensa institucional de los intereses o de los pareceres que le convienen a una entidad pública, o para incluir en un reglamento o informe jurídico aquellas justificaciones que no encontraríamos en las normas de jerarquía superior. El compromiso que adquiere un servidor público cuando ingresa a esa función está en obrar para profundizar la vigencia de los derechos y garantías, no en aprobar o utilizar reglamentos que los restrinjan, limiten o anulen. Todo el conjunto de fenómenos que se produce en las distintas materias del derecho requiere de nuevas metodologías, culturas y prácticas de las y los servidores para que su comportamiento no se agote en el entendimiento legalista de las normas, sino que cuenten con las capacidades para interpretar, aplicar y explicar las disposiciones legales hacia aquellas orientaciones que más favorezcan a los sujetos de derechos.
Necesitamos racionalizar la aplicación del Derecho para que se convierta en una estrategia al servicio de las y los ciudadanos, no al servicio del poder. La argumentación y motivación jurídica de la administración pública deben enfocar hacia un mejor desarrollo de las complejas relaciones entre pluralismo, respeto a las libertades y autoridad para la organización de una sociedad democrática.