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En busca del constitucionalismo popular perdido

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El constitucionalismo popular aspiraría dos fines: “i) Poner de manifiesto los distintos mecanismos utilizados en los discursos convencionales del derecho constitucional para quitarle poder al pueblo; y ii) Criticar el control constitucional de los jueces, proponiendo en su lugar el fortalecimiento de los mecanismos directos de participación popular y de las corporaciones elegidas popularmente” (Jorge González Jácome, “¿El poder para la gente? Una introducción a los debates sobre el constitucionalismo popular”, en Erwin Chemerinsky y Richard D. Parker, Constitucionalismo popular, (Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2011, p. 13).

Esos fundamentos me permiten afirmar que uno de los problemas de nuestras democracias constitucionales es que los procesos decisionales son cada vez más cerrados, discrecionales y excluyentes. Esos procesos están amparados por un ordenamiento jurídico que segrega a las mayorías y delega el poder y los procedimientos para que sean implementados por ciertos funcionarios administrativos y judiciales sin mayores opciones de participación social, y después se consuman los hechos y las decisiones, sin ventanas abiertas para ingresar y ver qué pasó, por qué sucedieron y cómo hacer para repararlos. Todo esto porque las puertas están simbólicamente atrancadas.

Los modelos constitucionales actuales, pese a los cambios producidos, están consolidando formas institucionales donde a la ciudadanía únicamente le queda esperar y cuenta con escasas herramientas para ejercer su poder en la institucionalidad estatal. Por ello, advierte Diana Durán Smela: “Lo que detecta y denuncia el constitucionalismo popular es que el único papel que le dejan a los ciudadanos en la actualidad es el de someterse a los dictámenes ‘jurídicos’ de la Corte Constitucional, cuando su rol principal debería ser el de autogobernarse. En el fondo, lo que ha sucedido es que la aproximación del pueblo a sus instituciones dejó de ser política en el sentido más amplio del término, y pasó a ser un asunto exclusivamente jurídico depositado en las manos de especialistas. El intento liberal de evitar las ‘presiones’ populares a sus instituciones ha sido muy efectivo, tanto que hoy la gente percibe el Estado, el gobierno y su funcionamiento (incluidas todas las normas que produce), como algo que ya no les atañe, y la verdad es que hace rato que efectivamente ya no les incumbe”. (Diana Durán Smela, “Entre el republicanismo y el constitucionalismo popular. ¿Cómo potenciar la participación democrática en la construcción de la política pública y constitucional del bien común?”, en Luis Fernando Álvarez Londoño, edit., Quaestiones disputatae, (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2012, p. 340).

La soberanía popular como principio y elemento constitutivo de los Estados latinoamericanos no cuenta con dispositivos reales para que la ciudadanía sea parte protagónica en el accionar y desempeño de autoridades y funcionarios públicos. Al parecer, es un derecho neocolonial que persigue menoscabar las dinámicas movilizadoras y asociativas de las multitudes en los asuntos de interés común, en pocas palabras, es un derecho que anula la política, entendida en términos de Arendt, como las facultades para actuar juntos y participar de común acuerdo en los temas que atañen nuestras vidas. El Estado y el derecho empeñados en expandir los efectos disociativos de la política y el uso de los derechos para hacer de estos un quehacer político sin política, confinados a los pocos elegidos selectivamente.

La idea de que está en el debate es que si las cartas constitucionales surgieron por las luchas sociales y son estas las que abrieron los cauces para su generación, cuáles son las fuerzas fácticas que se apropian de los textos constitucionales para crear inercias y lógicas de desplazamiento de los sectores ciudadanos en la configuración de procesos que les permitan hacer funcionar su norma suprema.

Si el sistema constitucional consagra la voluntad predominante de la autoridad sobre el ciudadano, esta premisa será cumplida y promovida también por los jueces(zas) al momento de decidir y evaluar sobre las prácticas de la protesta social, para lo cual esta siempre será vista como una conducta susceptible de ser relacionada y enmarcada en algún tipo penal para su juzgamiento y sanción. A pesar de que los juzgadores cuando operan en temas relacionados con la democracia lo que hacen es manifestar su criterio de cómo entienden y conciben a esta, lo que finalmente prima es el axioma de proteger un status quo que se precia de ser defensor del orden y la seguridad por sobre las expectativas ciudadanas, y claro está por sobre sus formas de reclamo colectivo democrático. (O)

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