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Los comerciantes de los alrededores miran con preocupación el cierre de la cárcel

El Panóptico de Quito se clausura, pero no los 145 años de historia

Todos los días el exterior del penal luce transitado de vehículos y personas con rostros serios y preocupados. La edificación fue levantada a la orilla de una quebrada, que hoy es un barrio. Fotos: Miguel Jiménez | El Telégrafo
Todos los días el exterior del penal luce transitado de vehículos y personas con rostros serios y preocupados. La edificación fue levantada a la orilla de una quebrada, que hoy es un barrio. Fotos: Miguel Jiménez | El Telégrafo
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No es día de visitas. Pero el ruido causado por el tráfico de personas, vendedores informales y vehículos en el exterior del Panóptico de Quito, se sincroniza con la bulla de los presos que sale del interior de la edificación.
Cerca del mediodía se intensifica el bullicio y mucho más con la sirena que acciona cada 5 minutos el operador de la torre de vigilancia, que se levanta a 8 metros de altura.

El policía que está en la garita advierte a través de los altavoces: “El carro Honda rojo no puede parquearse, este es un penal, siga”. El conductor aludido baja la ventana y trata de justificar su permanencia moviendo las manos a otro uniformado que se acerca para que apure la marcha.

Los cimientos del edificio llevan 145 años sobre la calle Rocafuerte, al final de la avenida 24 de Mayo, en el Centro Histórico de Quito. El expresidente García Moreno lo inauguró el 30 de agosto de 1869 en un espacio considerado estratégico.

El panóptico se levantó en el vértice de una quebrada despoblada, pero con el tiempo se rodeó de viviendas. En los albores del siglo 20, empezó a crecer el barrio de San Roque, especialmente el mercado, que por un  tiempo  fue el más grande de la capital.

En el sector no hay parqueo, por eso  está repleta de vehículos policiales la vereda del frente, al final del muro de 12 metros de alto por  casi 100 de largo.

En medio de la infraestructura está la fachada principal del penal, que a través de los años muestra su deterioro y parece que la hubieran levantado a punta de ‘chocoto’ (bloque de barro).

En la calle, decenas de personas pululan, la mayoría se detiene en las puertas de ingreso del edificio que compone el complejo que incluye el Centro de Detención Provisional (CDP) y las cárceles 1, 2 y 3, donde estaban encerradas unas 4.000 personas superando la capacidad máxima de 1.200 internos.

Mas, el hacinamiento de a poco va desvaneciéndose con el traslado de los privados de la libertad al nuevo centro de rehabilitación social Regional de Cotopaxi. Las que no desaparecen son las seguridades internas y externas para evitar algún desafuero penitenciario.

Esa medida se extinguirá cuando el destino final de este complejo carcelario se cumpla con el cierre definitivo.

Residentes y comerciantes preocupados por cierre

El paisaje siempre ha sido enredado en esa calle principal, ya que también es el paso obligatorio para quienes residen en la zona. Solo en la calle contigua al penal habitan unas 14 familias en las viviendas tipo colonial.

Al final de la cuadra, hacia el sitio La Cantera, hay otras 20 casas, de las cuales 4 tienen permiso para funcionar como burdeles. “Este barrio ha sido peligroso y seguro al mismo tiempo”, opina Verónica. Para ella la presencia policial ahuyentaba a los ladrones, pero solo en la extensión del penal.

“A mi hermana la asaltaron 2 veces saliendo de la casa, a las 7 de la mañana”, comenta la joven que reside desde hace más de 20 años en la calle Pedro Pecador, junto a la cárcel. Por eso la noticia del cierre del penal la recibió con cierta preocupación: “Ojalá no se vuelva más inseguro”.

A Mary, el anuncio no le sentó nada bien. “Desde hace 5 años aquí vendo y con eso mantengo a mi familia, eso del cierre me tiene nerviosa”, dice la mujer de unos 30 años mientras regaña a su hijo de 3 que trata de improvisar un juego con el mantel de la pequeña mesa donde están la paila con empanadas y una olla con morocho. “Sí, me va bien con la venta, hay días que son mejores, yo abro el puesto a las 3 de la madrugada”, señala la comerciante.

En la calzada frente a los muros del penal están 7 puestos, distribuidos en toda la cuadra, que ofrecen desde bebidas hasta almuerzos, frutas y pequeñas golosinas. “Este negocio es todo lo que tengo, manifiesta Leonor, quien tiene un sitio de bebidas y frutas desde hace más de una década.  “Si cierran el penal no tengo idea de qué voy a hacer”, agrega la comerciante al tiempo que le pasa una botella de jugo a Rosario, que llegó para gestionar el ingreso de una rasuradora eléctrica para su hijo que está detenido por tráfico de drogas en el CDP.

El paso de objetos y dinero

“Ojalá pueda darle la cortadora a mi hijo”, comenta Rosario que se escabulle por entre unas 15 personas, que se agolpan a la entrada del CDP, resguardada por una decena de policías y guías.

La mujer llega a la puerta donde un guardia le contesta: “No se puede ingresar tijeras ni objetos de metal”. “No, mi señorcito, es una eléctrica para que pueda hacer un dinerito cortando el pelo”, explica la menuda mujer de cabello diminuto, rostro lánguido y ojos hinchados como si hubiese llorado por siempre.

El guardia circunspecto, alzando la voz, vuelve a repetir la advertencia, “pero, por si acaso, haga una solicitud al Director del CDP para ver si le aprueban. La petición tiene que hacerla el detenido”.

La respuesta empuja un suspiro de la mujer, pero enseguida su mente se ilumina. “Hago la carta  y adentro le hago firmar”, se contesta y se retira esquivando a las personas que esperan por los abogados que llegan con boletas de libertad o tratan de ingresar alguna pertenencia a sus allegados presos. “Quiero darle una platita a mi hermano que lo agarraron con boleta de apremio, ya está 3 días y adentro todo cuesta”, indica otro hombre de mediana edad, quien trata de convencer a un guía para que un pasador pueda llevarle $40  a su familiar.

Laura, de 45 años, viene desde hace 3 días a visitar a su sobrino, que cumple una condena por robo. Ella está preocupada porque no sabe cómo llegar al nuevo centro. “Viajar a Latacunga es muy caro para mí, pero si va a estar mejor, es bueno, este sitio no sirve”, sostiene, apuntando con la mirada a la reja de entrada que ha perdido su color original.

No para el tráfico

En la torre blanca, el policía otra vez grita a los conductores  por los altavoces colocados entre las 4 cámaras de video que registran todo el perímetro.

Justo en ese instante, varios niños de la escuela y colegio Darío Guevara Mayorga, que funciona en el local frente a la cárcel, tratan de subir al transporte que obligadamente tiene que parar.

Otros pequeños caminan hacia los puestos de venta para comprar alguna golosina, los policías de guardia los observan sin mucho afán.

Un autobús pasa la pequeña valla de metal y se para metros más adelante antes de la puerta del CDP, varios guías armados se bajan seguidos por unos 8 hombres esposados.

La nostalgia invade a una mujer que se acerca y abraza a uno de los detenidos. “Ya te mando alguna cosita”, le dice al oído. El guardia  le hace un ademán con la cabeza, ella se detiene con la mano derecha levantada a medio saludo; el reo desde la puerta le grita: “manda un pollito”.

Seguridad penitenciaria en Cotopaxi

Una de las ventajas de contar con el nuevo centro de Cotopaxi es  que la seguridad se organizará como debe ser, así como el régimen de visitas, sostiene Ledy Zúñiga, ministra de Justicia. “Para que no se vean expuestos a cobros innecesarios que incentivaban la corrupción no solo al interior de la cárcel sino en los exteriores, donde personas inescrupulosas se aprovechaban”, dijo.

Los buses del Consejo de Rehabilitación Social trasladan a los familiares de los privados de la libertad hasta la cárcel asentada en Latacunga, Cotopaxi. Se permiten 2 personas por interno.

Obtener este beneficio es fácil, las personas deben ingresar en la página web de la Dirección de Rehabilitación e inscribirse.  

Las únicas personas, dijo Zúñiga, que se oponen al traslado de los presos son los familiares de aquellos internos acostumbrados a extorsionar a los demás presos, a los que ofrecían protección a cambio de dinero; otros conseguían ingresar todo tipo de objetos que adentro los negociaban sin que las autoridades puedan hacer nada.

La Ministra concluyó que el sistema corrupto en el expenal se terminará una vez que se cierren sus puertas. Después de 145 años, los proyectos arquitectónicos darán otro destino a esta cárcel

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