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¿Y quién se baja de la bicicleta?

¿Y quién se baja de la bicicleta?
23 de enero de 2013 - 00:00

1.- ¿Una palabra para definir el perfil de Rafael Correa? Una sola palabra. Era el reto. Pregunté a cinco personas al azar. “Fuerte”. “Valiente”. “Inteligente”. “Arrogante”. “Bicicleta”. ¿Por qué “bicicleta”, pregunté? Y me respondieron: porque nunca se cae. Pues vaya que el término bicicleta dice mucho más como un artefacto que afina y amplía las capacidades físicas de la corporeidad humana que como una palabra de etimología clásica. No es un adjetivo ni un verbo. Es un sustantivo. ¡Es una máquina! Que solo funciona por la tracción directa de hombres o mujeres. Y quien la maneja siente, mientras la monta y pedalea, cómo su cuerpo se despliega y se funde en el andar, cómo ese diseño que nunca pasa de moda, consigue ensamblar el misterio de la distancia y el tiempo. Y, en esa libertad, con la graduación de las velocidades, puedes mirarlo todo de otro modo, puedes dejar que el alma se te salga del cuerpo… y retorne con los aromas de las montañas, de los riscos, de las arenas, de los ríos, de los senderos, de los chaquiñanes, de las calles. Es la única máquina que no te deshumaniza, que no te doblega, que no te destruye. ¡Incluso es la única máquina humanizada por nosotros!

Entonces, entendí el resto: por qué la bicicleta se ha vuelto el símbolo de Correa en esta campaña. Por qué un artefacto tan sencillo puede encerrar la voluntad de trabajo de un líder. Por qué nunca se cae. Por qué es necesario conservar el equilibrio y la fibra. Por qué el fenómeno Correa sigue revolcando a la vieja política.

2.- Y es que no es posible entender a Rafael Correa sin acercarse al fenómeno que encarna. Y tampoco pensar su irrupción en la política nacional sin tomar en cuenta algunos datos que ex profeso ignoran sus detractores de partidos y medios. Tales datos nos ubican en la historia de las viejas y mínimas hegemonías regionales, erigidas a fuerza de prorratearse un país con influjos oligárquicos y, también, a fuerza de mudar al Estado en una filial de la fe dineraria.

En simultáneo, Correa aparece en la ola de una tendencia de cambios inocultables en la región. Evidencia muy útil para prefigurar el carácter de su liderazgo y el de los presidentes y las presidentas de la vecindad sudamericana. Tendencia de signo progresista tirando para la izquierda, como dirían diversos expertos descriptores de la realidad; o de signo neo-desarrollista como dirían los seguidores duros de alguna teoría ortodoxa.

Al margen de aquello el fenómeno Correa reúne varios elementos que son atribuibles, por extensión o proyección, a su personalidad, a su estilo, a su formación. Lo digo bien: a una formación que le dotó –a la corta y a la larga- de un estilo y un temperamento. Esa formación, en los niveles académicos y espirituales, es la que despliega las aristas más bellas y más enigmáticas de su ser y su hacer político, precisamente en un país que, con dificultad o casi nunca, ha adoptado el péndulo ideológico para elegir a sus mandatarios a lo largo del siglo pasado. Y si una vez parecía –desde el retorno a la democracia en 1979- que el pueblo elegía a unos que parecían de izquierda y/o a otros que parecían de derecha, tal vez es que se olvida que el único uso político que conservan los sectores opositores (de derecha) es el populismo del mercado aupado en el discurso de la ideología dominante del siglo XX: la liberal o la neoliberal, como prefieran nombrarla los puros de cada lado.

3.- Es imprescindible subrayar las cualidades académicas y espirituales de Rafael Correa. Pues éstas se forjan -desde el inicio mismo de su instrucción educativa- en establecimientos religiosos que penetran su sensibilidad y su vocación por la gente. Descubre la misión o una misión. Categoría elevadísima para concebir y fraguar el destino de una individualidad que crece protegida por las ideas sociales de la iglesia católica y un entorno familiar signado por la escasez, la lucha y el dolor. Una fragua así permite mirar al hombre que luego personificará al fenómeno. Esas cualidades refuerzan una definición anclada en el mejor humanismo, es decir, lejos de las elucubraciones que hacen los aficionados de la psicología, quienes le atribuyen a Correa “complejos” para tratar de humillarlo e infamarlo.

Y el mejor humanismo alude a varios valores clásicos y modernos que Correa exhibe con orgullo: su formación intelectual, su análisis racional (de la economía, por ejemplo), y su fe en los hombres que hacen y cambian la historia.

4.- En el Ecuador el tiempo nos ha ido enseñando que el candidato -y el presidente- Rafael Correa no pasa por las pruebas tradicionales. Su comprensión de la realidad desbarata los estereotipos que otros explotan, retóricamente, en temas tan especializados como la economía o las políticas públicas, al punto que algunos creerían que se inventa, pero los resultados (en lo económico y en lo social) confirman sus propuestas.

La primera vez que escuché a Rafael Correa en directo –aún no había sido ni Ministro de Economía y menos candidato presidencial- pude advertir que su discurso rompía con el formalismo embaucador de “cientistas sociales” (tipo Osvaldo Hurtado), de enciclopedistas criollos (tipo Rodrigo Borja) o de ricachones altaneros (tipo Febres Cordero), que dirigieron el país en los años del Estado malo, del Estado sucio. Por el contrario, el discurso de Correa recuperaba las categorías más caras de la política real (no ideal): crecimiento económico, depreciación monetaria, ahorro y liquidez, pobreza por ingresos, pobreza por necesidades básicas insatisfechas, población económicamente activa, crisis económica mundial. Tópicos tratados con rigor, pero sobre todo con sensibilidad. Una economía social o una economía en bicicleta como él mismo diría.

En un país acostumbrado a oír promesas de abogados, oligarcas herederos o ex militares sin talento, las ideas de Correa surgieron para diferenciar y desmitificar categorías económicas; para darle a la política nacional la penca o el rabo que siempre disimulan los jerarcas del pasado y el presente: la economía.

Y nace el fenómeno Correa. Y también la dificultad para articular su rol en el imaginario de un país que los hacedores de la opinión pública interpretan a conveniencia de su educación y sus buenas maneras, o a conveniencia de lo que hasta el 2006 se veía como políticamente correcto.

Ciertamente, la confrontación ha sido -y es- una de las herramientas políticas de Rafael Correa. Y funciona. Porque la confrontación que hace cada sábado está repleta de guiños pedagógicos. En esos guiños se descubre el hechizo de la política del presente: la telepedagogía de los líderes regionales (cada uno con su estilo).

5.- En Correa se destaca la coincidencia del auge de los artilugios tecnológicos. Digo coincidencia porque si sumamos y restamos, si dividimos y multiplicamos la eficacia de esos artilugios –hablo de la combinación de TV, de las radios tradicionales y virtuales, de los teléfonos inteligentes, de las tabletas, de las redes sociales- resulta que Correa inaugura la nueva plataforma política de su fenómeno: la plataforma mediática.

Esa plataforma, en su versión rústica (sin la fuerza de lo virtual), en nuestro país estaba dada por lo que hacían y dejaban hacer los medios privados antes de 2006. Allí nacían, crecían y morían los personajes políticos, sociales o faranduleros que el establishment promovía. Y allí también resurgían otros si la circunstancia lo pedía. La plataforma mediática hasta el 2006 solo soportaba dos clases de peso político: el que apuntalaba los intereses de los grupos de poder, o el que anunciaba un nuevo rostro y un viejo bolsillo.

Los voceros de algunos medios privados asumieron que Correa tenía los dos pesos incorporados. Por eso lo apoyaron (aunque no lo digan). Y porque “no cumplió” ¿el pacto implícito? lo denigran tanto. No logran admitir que erraron. No logran deducir por qué no detectaron que Correa era distinto. Incluso no aceptan que cuando él hablaba, ellos oyeron lo que quisieron oír… al fin y al cabo, ellos sí sabían cómo se sujeta a un tigre…

6.- Pasados seis años, la plataforma mediática de Correa es superior en todo. No solo porque aprovecha los artilugios tecnológicos –la TV sigue siendo el más eficaz- sino porque ha comprendido que lo suyo es la pedagogía política y la economía en bicicleta. Percibió hace tiempo que un sector de la clase media, que postula el confort de las libertades genéricas en medios “reales” y virtuales, es un sector plagado de prevenciones, de formas, de recelos, de vergüenzas ajenas. Lo digo de otro modo: un sector que no requiere un gobernante sino un gobierno genérico, un papel membretado, un firmante, un sello de tinta. Y un acuso recibo.
Y Correa es exactamente aquello que eriza a la clase media: un hombre de clase media. (Ahora dicen de “clase media baja” para hacer calzar sus supuestos complejos). Y, quizás por aquello, las peores afrentas no las destilan los pelucones o la izquierda, sino que las escurre la clase media mediática, tan funcional al confort liberal o a los alegatos del orden y la paz institucional.

7.- El alma vuelve al cuerpo de la bicicleta. Si miramos bien, allí se condensa el perfil de Rafael Correa: la bicicleta funciona por el movimiento de las piernas. Pero la dirección y el horizonte las pinta el alma. Ese horizonte da oxígeno a la patria.
Y da oxígeno al hombre que hace política en cualquier lugar y sin pausa. Que exige y se exige. Que revisa pedales, manubrios y piñones. Que olvida las distancias. Que llega. Que regresa. Que persiste. Que se obstina. Por eso, quienes no estén dispuestos a humanizar el arte de gobernar pueden dejar nomás sus bicicletas y sus cuerpos en la casa. Y no digo alma, porque alma no tienen.

*Socióloga. Magíster en Relaciones Económicas Internacionales y Magíster en Literatura Hispanoamericana. Analista de temas culturales y políticos. Ejerce la cátedra en la Universidad Central y en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

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