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En 1928, el escritor J.J. Pino de Ycaza publicó en la revista Savia una serie de crónicas

Memoria y ciudad en José de la Cuadra (II)

Memoria y ciudad en José de la Cuadra (II)
18 de junio de 2016 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

La reacción que generó la acelerada desaparición de la arquitectura vernácula guayaquileña fue inmediata: en 1927, el artista catalán José María Roura Oxandaberro recogió en el álbum de plumillas Del Guayaquil Romántico, buena parte de las casas y quintas que posteriormente serían reducidas a polvo, agrupándolas bajo la consideración tipológica de ‘folklore’. Otro indicio de la reacción frente a los “excesos de la modernidad” fue la importante producción de los cronistas guayaquileños de la época. La crónica es un género literario que a menudo toma como referencia un pasado heroico o legendario, para apuntalar valores considerados esenciales y propios de una comunidad. En el caso de Guayaquil, resulta interesante que entre 1920 y 1940 se asienta un discurso nostálgico del pasado que tiene como medio de expresión la crónica, en respuesta a la política de saneamiento físico de la ciudad, que promueve la incineración de las antiguas casas de madera, consideradas focos de propagación de pestes.

En 1928, el escritor J.J. Pino de Ycaza publicó en la revista Savia, una serie de crónicas dentro de su columna ‘La ciudad evocadora’, en las que el autor hace un llamado a la recuperación de una memoria amenazada por las costumbres modernas y visualiza la ciudad de su niñez, perdida entre las brumas del ensueño. En la crónica ‘El Astillero’ se habla de “casitas simpatiquísimas que sugieren la idea de una ciudad de provincia metida en este trozo de avenida porteña...”. La Arcadia guayaquileña es presentada como un espacio amable, donde conviven caballeros señoriales; y el Astillero es un barrio pintoresco con personajes típicos, “viejo barrio industrial y naviero, noble y jaranero”. En ‘Un Guayaquil que se va’, otra de sus crónicas, Pino de Ycaza describe las relaciones sociales de su generación como “un fino y firme haz de noble amistad correspondida”, que contrasta con los valores de una juventud moderna, excesivamente materialista.

El final de ‘El Astillero’ es revelador porque el ambiente apacible del barrio se transforma y “un ruido profundo y ensordecedor atrona el ambiente, que empieza a cubrirse de un vapor pesado y acuoso: pito, sirenas, ruidos de máquinas, de puertas férreas que se cierran con estrépito...Humaredas, gases...”; es decir, un espectáculo grotesco sucede a la primaria ensoñación placentera y el cronista se encuentra atrapado en una dinámica que repele: la lógica de la máquina, estridente, deshumanizada y soberbia. Es el símbolo del rechazo a un sistema y a las condiciones de un progreso insensible.

En la crónica ‘El osario de los carros’ (1933), José de la Cuadra rememora los carros urbanos de tracción animal que recorrían Guayaquil, antes de la llegada de los automóviles. La voz enuncia una lamentable situación de decadencia al referirse a un presente lleno de “pitantes autos” y “buses bamboleantes”; para ella, el tiempo antiguo era más noble y sosegado, aunque no estaba exento de injusticias sociales: “Recorríais las calles artesanas, sin atreveros por las barriadas obreras. Pero de todos modos, descendíais un poco al pueblo. Bajábais hasta él. Hasta admitíais a los descalzos...”.

José de la Cuadra fue uno de los primeros en criticar la idea del progreso lineal, pilar del pensamiento positivista. En su crónica ‘La canción de las casas antiguas del puerto’, también de 1933, despliega toda una poética arquitectónica alrededor del ritmo ideal de las construcciones urbanas. La ciudad es el espacio de la memoria convertida en objeto de estudio, ya que sus plazas, monumentos, calles y lugares construidos guardan estrecha relación con el pasado del ser que las habita.

La búsqueda de referentes antiguos que encarnen valores propios de una comunidad es esencialmente moderna y representa la necesidad de unirse alrededor de símbolos de identidad, sobre la base de un pasado monumental similar a las míticas piedras fundacionales de las repúblicas modernas; por eso, el tiempo de la leyenda es equiparable en las sociedades al período infantil de crecimiento. Así lo entiende Modesto Chávez Franco cuando en el prólogo a sus Crónicas del Guayaquil Antiguo (1930), explica que el sentido de sus historias consiste en “saber cómo fue antes esa ciudad o lugar; cuáles sus costumbres, su carácter, su vida, sus habitantes, su sociedad, su comercio, sus industrias, sus comienzos: su infancia, en una palabra” (Chávez, 1998:3-4); y también el propio José de la Cuadra al reconocer en uno de los cuentos de Repisas, que un pueblo sin leyendas “es como un hombre que jamás ha sido niño”.

En ‘La canción de las casas antiguas del puerto’, José de la Cuadra propone una estética constructiva en que la vivienda “no ha de ser más alta que el árbol más alto”; así, metafóricamente alude a la protección de las fuerzas de la naturaleza, bajo cuya sombra debe levantarse la casa solariega. Inspirado en los parámetros rítmicos de la lírica, de la Cuadra define a la arquitectura en términos de una “poética de los sólidos” y la subordina al paisaje, que en el caso costeño “acuerda más la casa ancha y de corta alzada” que los edificios de tres o cuatro pisos. Este malestar por el desplazamiento que han sufrido las tradicionales casas guayaquileñas ante “esos castilloides de cemento armado o de hormigón que son las moradas de hoy” es un síntoma que revela la dificultad de asimilar ciertos referentes modernos, en un medio contradictorio y complejo que siente la necesidad de reconocerse en viejos símbolos.

En los años treinta del siglo pasado, se visibilizan nuevas formas de sociabilidad y organización del espacio en Guayaquil, pues, físicamente, la ciudad cambia. Estos cambios en la percepción de la experiencia urbana resultan inevitables para que José de la Cuadra y otros escritores porteños apelen a la nostalgia, en ese espacio-tiempo donde se consigna la memoria íntima de la ciudad. (I)

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