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El Telégrafo
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El calvario de ser no vidente e informal

  El  calvario de ser no vidente e informal
31 de marzo de 2011 - 00:00

Son las 10:00 y la vereda de la avenida 9 de Octubre, calle que recoge años de historia, -desde  luchas entre partidos políticos, manifestaciones por líos laborales, marchas  por la paz y  hasta el cierre parcial para que el alcalde, Jaime Nebot, deguste de una cena- es el escenario de un acto más donde coincidencialmente Nebot es uno de los protagonistas.

La semana pasada el Alcalde  se reunió con varios de  los vendedores ambulantes no videntes y  prometió entregarles un nuevo  puesto de trabajo. El plazo de entrega fue el pasado lunes y la administración municipal no cumplió lo acordado. Al cierre de esta edición solo se habían entregado dos de los kioskos, lo que causó la indignación de este gremio. “El Alcalde solo ha entregado dos de los kioskos que prometió y no fueron ubicados donde acordamos”, dijo William Muñoz

Agrupados  en un rincón, atrincherados con un  bastón sobre sus manos, los invidentes esperan salir -en grupo- a vender sus productos; pero siempre, tal como afirman, con miedo pues los metropolitanos suelen  despojarlos de sus productos.

Parte de su historia

La mayoría de ellos usa gafas, otros no. A estos últimos  se les puede ver los ojos color gris. Da la impresión de que su mirada estuviese perdida, clavada en algún punto del horizonte. Algunos nacieron así, otros quedaron invidentes en el camino, como Alejandro Velasco Mejía, autor del Himno al Ciego Ecuatoriano, quien según lo que cuentan sus amigos, lo redactó cuando se estaba quedando ciego.

William Muñoz es otro de ellos. Se ubica en la vereda de la 9 de Octubre, junto con su tablero lleno de llaveros que vende a diario para sostener a su familia: esposa y dos hijos, de 10 y 14 años. Muñoz tiene 44 años   y perdió la visión en 1990, producto de una negligencia médica. En una operación ocular le ocasionaron un desprendimiento de retina.

En sus manos sostiene la hoja que lleva impresa el himno y con ellas  toca los códigos en clave morse que tiene el papel para facilitarle la lectura. Mientras palpa cada punto con sutileza  y en forma horizontal, va cantando el coro: “Ya de frente cantemos los ciego, a la vida, al trabajo, al amor, la pupila sin luz es un faro... 

Su voz se detiene y sus ojos se llenan de lágrimas. Dice que su vida ha sido triste y que siente sus manos como si fuesen de oro. “Pasé momentos muy duros en mi vida. Cuando me ocasionaron la ceguera total en mis ojos me quise matar. Enrollé mi cuello  con la sabana de mi habitación, no quería vivir más. Es duro ver a tus hijos cada día y de un momento a otro no poder hacerlo”.

Muñoz dice que los llaveros  que vende no le alcanzan para vivir. Mientras sigue contando de su vida -como un desahogo que llevaba atorado por varios años- recuerda que un día su hijo de 14 se dio cuenta de que lo que ganaba no era suficiente para subsistir.   “Mi hijo empezó a trabajar.. Yo le dije que no lo hiciera, que yo iba a velar por ellos. Pero él me respondió: Pero papi, si lo que tu ganas no alcanza, déjame que sea yo el que te dé una mano”. Las lágrimas en sus ojos aparecen y los recuerdos lo patrullan de cerca, así como lo hacen los Metropolitanos -por suerte no lo han tocado- que no proceden a decomisarles la mercadería como lo hicieron en días pasados, pero están allí como una sombra.

Así como Muñoz, son más de una docena los vendedores que día a día tratan de ganarse unos dólares para mantener a sus familias.

Unos venden leche de soya, otros lotería, llaveros, pulseras. Cada uno de ellos, dicen para sí mismos,  tiene  derecho a trabajar, tal como reposa en  la Constitución, por eso  piden ayuda a las autoridades locales para que les dejen laborar.

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