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Migrantes de diferentes sitios del país trabajan en guayaquil

Orígenes que definen labores

Gladis Landana Quilotoa, oriunda de Ambato, vende maduro con queso por las calles céntricas de la urbe; ella tiene establecida una ruta que sus clientes ya la conocen. Fotos: Cortesía
Gladis Landana Quilotoa, oriunda de Ambato, vende maduro con queso por las calles céntricas de la urbe; ella tiene establecida una ruta que sus clientes ya la conocen. Fotos: Cortesía
23 de marzo de 2014 - 00:00 - Redacción Guayaquil

Por: Prisilla Jácome y Adrián Contreras.Estudiantes de la Universidad Casa Grande.

Guayaquil es la ciudad con mayor migración interna del país. Mejorar su estilo de vida es el factor común que obligó a más de 477.000 ecuatorianos en 2013 a dejar sus ciudades de origen. Sin embargo, entre sus maletas trajeron destrezas en labores que solo ellos pueden realizar a la perfección.

Entre las calles de una ciudad tan poblada como Guayaquil, en donde habitan más de 2 millones de habitantes, es común ver a comerciantes que a diario trabajan para sostener a sus familias. Abrigados por el sol de la mañana, los vendedores salen a la calle a ofrecer sus productos.

Algunas de estas labores son desempeñadas tradicionalmente por personas que provienen de las 3 regiones del Ecuador. Es decir, comúnmente quienes venden el mote con cuero son oriundos de alguna ciudad de la Sierra ecuatoriana y forman parte de los 30 mil indígenas que viven en la ciudad. O, la típica empanada que elaboran en casa, tiene queso que fue comprado en algún puesto de productos manabitas, vendido por uno de los 200 mil nacidos en esa provincia y que acogieron a la Perla del Pacífico como su nuevo hogar.

Buscar las historias tras estos rostros marcados por ardua labor, significó tomar la grabadora, la cámara y empezar un recorrido que arrancó a las afueras de una entidad pública en Urdesa, y que terminó en una concurrida calle del casco comercial de la ciudad.

La ruta empezaría allí, donde la calle se vuelve un feria de comidas. De pie junto a una canasta de paja, estaba ella. Su rostro muestra manchas de sol, una gorra cubre su cabeza creando una sombra que no permite ver el color marrón de sus ojos. El calor de la mañana guayaquileña la obliga a secarse el sudor de la frente cada 3 minutos, pero eso no le quita la sonrisa de la cara y con amabilidad pregunta: “¿de cuánto lo quiere?”.

 Rosa Yupa, originaria de Riobamba, se dedica a la venta de mote cerca del Albán Borja

María Rosa Yupa, nacida en Riobamba, se dedica a la venta de mote cocido en las inmediaciones de la renovada Función Judicial del Guayas. Vive en Guayaquil hace 20 años y se ha dedicado a este negocio hace 10; en todo ese tiempo los puntos de venta han cambiado, la rutina no.

Cuando el reloj marca las 04:00 de cada día, Rosa se debe levantar para cocinar el mote, el choclo, freír el verde y hacer que reviente el cuero del cerdo. Horas más tarde, cuando la canasta está lista, toma un taxi que la llevará desde la Isla Trinitaria hasta Urdesa. Cuando son las 10:00 ya habrá atendido a más de un juez o tinterillo, quienes se acercan hasta ella para comer sus productos. Su jornada habrá terminado cuando la canasta quede completamente vacía; que en su mejor día será a las 16:00 y en uno no tan bueno, a las 18:00.

El platillo que ella ofrece lleva: mote, choclo, habas, papa, melloco, chicharrón, cuerito, maní y hasta ensalada. Todos tienen costos según la petición del cliente. Desde $ 0,50 hasta $ 1,50. Su ganancia en toda la canasta es de 40 dólares. Cuando cae la noche, la Metrovía es su medio de regresar a casa. Acompañada de su hija, su canasta y una silla de plástico.

Camino a los 40, cuenta que cuando era joven nunca se imaginó dedicarse a este trabajo, que decidió emprender gracias al apoyo de unas amigas. “Siempre quise ser ama de casa”, asegura tras una pausa, como si visualizara todo aquello que quiso hacer y las circunstancias no le dejaron. La necesidad de buscar un mejor vivir para sus 8 hijos la obligó a dejar su tierra y dedicarse a la venta de granos, hoy dice sentirse orgullosa.

“Deme 2 de a 50”, dice entusiasmado Eduardo Miranda, abogado y comprador frecuente de María. “Exquisito”, es la calificación que le da a este plato. El cree que los mejores motes están hechos por manos de personas oriundas de la serranía ecuatoriana. María ríe y reconoce que su madre fue quien le enseñó a cocer los granos, confirmando así lo dicho por Miranda.

 Harry Perlaza, oriundo de Esmeraldas, es conocido por sus jugos de coco.

25 centavos fue lo que me llevó transportarme de ahí hasta la Bahía. Las estaciones pasaban, y en cada una de ellas el flujo de personas se hacía aún mayor. “¿Cómo puede María lidiar con esto a diario?”, me quedé pensando, mientras más rostros iban y venían. La voz masculina del conductor me devolvió a la realidad y a mi parada de destino, y entre el casi ‘tsunami de gente’ que se formó llegué a la Bahía. La situación era diferente. Cada uno de los comerciantes daba la bienvenida a su manera, de forma que los posibles clientes tuviesen claro lo que vendían y que el precio que ellos vocean era el más barato del mercado. Pero lo que yo buscaba era algo diferente a la ropa. Me habían dicho que por aquellas calles me encontraría con el jugo de coco más delicioso del sector.

“¿Dónde puedo encontrar al juguero?”, pregunté a un vendedor. “¡Ahhh!, busca a Harry. Cruce por el pasillo y en la esquina lo va a encontrar”, dijo inmediatamente. Los 16 años que Harry ha trabajado ahí, le han permitido construir un nombre y obtener reconocimiento por su producto. Al llegar a su puesto se percibe un ambiente de alegría y jovialidad, proporcionada principalmente por la sonrisa con la que recibe a todo el que por ahí transita. Haciéndolo así desde los 14 años de edad.

Un balde rebosante de néctar blanco, un cucharón, vasos y sorbetes plásticos son las principales herramientas que usa Harry Perlaza para realizar su trabajo, que inicia a las 10:00 de cada día en las afueras de uno de los pasillos de la calle Pedro Carbo. Este joven de 30 años inició en el oficio llevado por la necesidad de obtener dinero para costear los viáticos que requería para sus prácticas de fútbol en el Club Sport Emelec, en donde fue apadrinado por Otilino Tenorio y por Richard Borja.

A pesar de ser llevado a este trabajo para suplir una necesidad temporal, se convirtió en su fuente de ingresos. “Estábamos con unos panas policías tomando, y aparecieron unos pelados batracios, por querer ponerles orden, me cayó una bala casual”, relata Perlaza, rememorando ese 18 de marzo que acabó con la posibilidad de convertirse en un jugador profesional del equipo del Astillero. Este año se cumplen 8 de que sus piernas hayan sido atravesadas por esa bala. A pesar de la situación, aún juega en partidos barriales, por lo que afirma le pagan entre $ 15 y $ 20.

 Galo Arellano recorre todo el sector de la Bahía vendiendo los pasteles.

Su maestro en el arte de la elaboración de jugo fue ‘Lucho’, un amigo con el que entrenaba y que como buen esmeraldeño vio en Harry las raíces verdes que este posee por su madre. “Solo nosotros, los de Esmeraldas, sabemos el truquito para que el jugo sepa rico”, dice entre risas. Unos clientes se acercan a comprar y él despacha en un 2 por 3. Recibe 50 centavos a cambio, que serían $ 1  si el jugo estuviese acompañado de un pedazo de ‘manzana’, que no es más que el producto del jugo del coco, cuando este se seca dentro del fruto.

Más clientes llegaban. El envase, disminuía y Harry lo iba llenando con más jugo que parecía nunca terminar, pero él no mostraba desesperación alguna. Sabía que si el día era bueno, terminaría a las 14:00, o de lo contrario a las 18:00. Pero a fin de cuentas, lo lograría. Me retiré del lugar con un vaso de su jugo en la mano y mientras lo hacía, escuchaba cómo él llamaba a más clientes. Es inconfundible, aunque no se lo observe, su tono de voz tiene una alegría desbordante.

La ruta debía continuar. Para la mayoría de los guayaquileños, el bocadillo ideal de la tarde sería un pastel de carne o de chorizo, acompañado de salsa de cebolla y ají.

Seguía en la Bahía y esta vez no tuve que preguntar, él apareció de pronto: “no me tape, que luego no se vende”. Era Galo Arellano y a su lado, una bicicleta que alquila día a día. Lo que mi cuerpo estaba tapando era una vitrina que no medía más de medio metro de largo y ancho. La creatividad de Galo era evidente: la caja de vidrio estaba adherida a su bicicleta.

Pasteles organizados de tal manera que parecían bloques de oro dentro de una caja de cristal. Arellano, un hombre difícil de sorprender, cortante, directo, pero con un espíritu de camaradería típico de los mercaderes de la zona, era el pastelero que estaba buscando.

Tiene 20 años en el negocio que aprendió gracias a su padre y que hoy imparte a sus 3 hijos. A diario se levanta en la madrugada para elaborar la masa de los pasteles, luego los lleva al centro de la ciudad en donde alquila un horno por $ 9  a la semana, para cocerlos. Cuando están listos, los guarda en la vitrina, alquila una bicicleta y empieza su recorrido por el Malecón Simón Bolívar.

Héctor García  tiene 14 años vendiendo productos manabitas en el centro de Guayaquil

Cada pastel cuesta 50 centavos y siempre está acompañado de una salsa y el limón, que le dan el toque final. Los vendedores de cola en vaso se paran a su lado para completar el bocadillo que, según Arellano, solo los guayaquileños pueden hacer, porque tanto él como la receta son nacidos en esta ciudad.

Cuando era niño Galo quiso ser militar, pero la necesidad hizo que se volviera un comerciante de pasteles, al igual que su padre. A veces lo acompañan en su labor su esposa y su hijo mayor, quienes para él son su apoyo y motor del día a día.

Se sentó a comer un encebollado mientras sus creaciones se vendían solas. Nuestra conversación se realizó entre clientes pidiendo pasteles y la típica frase de Arellano: “¿cuántos quiere, con limón o sin limón?”. A la voz de: “¡municipales!”, nuestra entrevista terminó abruptamente. Mi camino continuaría.

El recorrido tomó otro rumbo, esta vez buscaba a la provincia manabita reducida en un puesto. Ingresé al Mercado Central para ver si lograba encontrar la famosa salprieta que la distingue. Conforme caminaba por la plaza, la luz comenzó a escasear. Mis ojos se posaron sobre varios tipos de hierbas, vegetales, frutos, productos al por mayor y menor de todas las marcas. A pesar de haber recorrido cada pasillo, de observar todo tipo de negocios, no había lo que buscaba. “Mire, para que no pierda tiempo váyase a la esquina de Santa Elena y Quisquís, allí encontrará el puesto”, mencionó uno de los vendedores del mercado.

Luego de haber caminado alrededor de 15 minutos y descansar 10 en el parque Centenario, vi a lo lejos un letrero que rezaba: “Productos 100% Manabitas”. La imagen estuvo completa cuando al frente del negocio observé las tarrinas transparentes llenas de dulces de colores junto a pequeñas galletas, mientras que el fondo estaba empapelado de fundas transparentes con roscas rojas dentro.

Apenas alguien se acerca al local, Héctor García, salta de la silla. Hace 14 años lo hace todos los días; sin embargo durante los últimos 4 meses lo hace para atender su propio negocio. “Buenas tardes ¿en qué le puedo ayudar? ¿qué desea?”, es como saluda gentilmente este oriundo de Bahía de Caráquez a cada cliente que él considera como un reto.

Despertar a las 04:00 es el denominador común de quienes se dedican a vender sus productos.García sabe que no miente en ningún momento con el cartel que posee en el frente de su local, pues tanto él como los productos que vende son manabitas, un señor de su ciudad natal se encarga de abastecerlo con los comestibles que él comercializa. “Aquí no hay nada que no sea de Manabí”, asegura orgulloso mientras a la par menciona que hay negocios que solo usan el nombre de su provincia para vender. Afirma que en estos lugares venden productos que se asemejan al original, pero que, según él, no poseen el mismo sabor.

Los clientes de Héctor ya están acostumbrados a que él abra su local a las 07:00 y que lo atienda ininterrumpidamente hasta las 20:30, y aunque suene cansado, este manabita no desfallece en ningún momento, pues hace a diario lo que aprendió como herencia de sus padres. Cuenta que una de las ventajas que tiene ser su propio jefe es que puede cerrar cuando desee, aunque trata de no hacerlo, sobre todo si quiere lograr abrir una sucursal.

Aunque a este manabita le encanta hacer lo que hace, no siempre fue esa su meta: Héctor quería ser militar o policía. El tiempo pasó y él ya no pudo ingresar a prepararse para cumplir su sueño, así que decidió seguir los pasos de su familia, pero en Guayaquil. “En esto me inicié desde niño, y en esto moriré”, dice para confirmar que el llevar a su hijo de 12 años a su trabajo, es continuar con la tradición del negocio familiar.

En las calles, la gente los conoce. El mote, el maduro con queso y el jugo de coco son los preferidos.Después de tomar un café y comer una empanada de yuca con sello manabita, me dispuse a continuar este recorrido enmarcado por el estereotipo laboral a partir del lugar de origen de sus protagonistas. Caminando por la 9 de Octubre llegué hasta la Avenida del Ejército; un olor dulce me atrajo hasta allí. Quisiera decir que fue su perfume, pero en realidad, el gentil aroma era el de maduro al carbón; sí, el mismo que venden con queso y mantequilla.

Sus manos se mueven tan rápido como se puede. El asador simula una mesa de futbolín de un solo jugador. Las reglas son sencillas, no dejar que el plátano maduro se queme.

La única estrella de este juego se llama Gladis Landana Quilotoa, oriunda de Ambato. Sus manos no lucen tan suaves como las de una mujer de 20 años, pero esa es su edad. Las constantes quemaduras a causa del carbón han creado una capa de piel más gruesa, que al pasarlas sobre el maduro caliente no la lastiman, pareciera que son a prueba de fuego.

En su caso, la pobreza la obligó a dejar su ciudad natal y residir en Guayaquil hace 12 años. Tenía tan solo semanas de haber llegado a la ciudad cuando definió la que ahora es su labor. Su madre también se dedica a este oficio, y fue quien la introdujo en esta ocupación.

Gladis ya tiene establecida su ruta diaria, “si no me muevo, no se vende”, afirma. Su día, que inicia muy temprano en la mañana, “es bastante movido, compro el maduro, luego lo pelo, armo el fogón y por último salgo a recorrer”, detalla.

Estos comerciantes representan la diversidad cultural y gastronómica que acoge la ciudad.Landana entre risas y orgullosa, dice sentirse bien con lo que hace. Ella tiene claro que el trabajo que realiza es para forjar el futuro de sus 2 hijos y que estos a la vez cumplan sus aspiraciones. Gladis dejó de seguir su sueño, estudiar belleza, para dedicarse a vender plátano en las calles. Y aunque en la actualidad asegura que no tiene pensado abandonar el negocio, es optimista y cree que su situación mejorará con el tiempo. “Por cada cabeza de plátano (un racimo o 100 unidades), sacamos 20 dólares de ganancia y lo que queda, no es mucho”, comenta Landana quien comparte los gastos del hogar con su esposo. Este tradicional bocadillo de la media tarde, el maduro asado, cuesta $0,35  y si se acompaña con queso o mantequilla el precio es de $ 0,50.

Gladis terminó su estadía en la esquina de esa avenida, era hora de empezar a moverse. Si el día era productivo para ella, regresaría a casa, al encuentro con su familia, a las 17:00; si no, sería a la hora en que terminase de vender su producto. Ella cree que este oficio solo lo puede hacer alguien que proviene de la Sierra ecuatoriana, no por lo complicado que puede ser, sino porque cree que los costeños han tenido más oportunidades para progresar que ellos.

Esto lo dice pensando en los días en los que recogía valeriana junto a su madre en alguna pendiente de la provincia del Tungurahua. De a poco, el perfil de esta mujer que empuja un carrito, desapareció entre los hombros de la gente que camina en las avenidas de la ciudad.

Yupa, Perlaza, Arellano, Landana y García se levantan cada mañana a representar la diversidad cultural del Ecuador. El desgaste de sus cuerpos no los ha detenido, solo se ha vuelto una razón más. Sin embargo, en alguno de los casos este esfuerzo se pone en riesgo por hombres de traje azul.

Tan pronto como empieza la actividad comercial en todo Guayaquil, policías metropolitanos recorren la ciudad con 2 objetivos: seguridad ciudadana y erradicación de comerciantes informales en las calles. Sin contar a García que tiene su local propio; Yupa, Perlaza, Arellano y Landana se han visto obligados a correr de los toletes de estos miembros del orden.

Experiencias e historias cabían apretadas en la mochila. Al final, la sensación de haberme dado una vuelta por el país con tan solo caminar por las calles de Guayaquil, era evidente. Ahora sé que hay labores que escogen a sus protagonistas; no estos a ellas.

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