La excentricidad de los artistas nunca falta en Viña del Mar
El año pasado, Roberto Carlos se dio el lujo de pedir lo que se le antojó: un amplio camerino -cerca del escenario de la Quinta Vergara-, que debía estar climatizado a una temperatura de 16 grados Celsius y adornado con rosas blancas y rojas, sin espinas; además de 60 litros de agua mineral y diversas bebidas energéticas. En la actual edición de Viña del Mar, Luis Miguel fue más allá con sus exigencias. Antes de presentarse en el festival, al que regresó tras 18 años, lo primero que pidió fueron dos tanques de oxígeno y contar con 10 mujeres dentro de su seguridad, que se encargaron de impedir que los flashes de cámaras lo distraigan.
A su llegada a Chile en su jet privado, sus requerimientos aumentaron. El intérprete de “La incondicional” solicitó que su auto fuera de lujo, pero sobre todo que los tiempos de su traslado fueran cronometrados. Y así ocurrió, un Mercedes-Benz negro C500 de este año lo llevó al hotel donde se alojó.
Al llegar, hizo que inhabilitaran los ascensores para subir al piso 7, con la intención de que nadie pasara por allí. No conforme con eso, ordenó que cubrieran el piso con telas negras gigantes para que así no lo vieran. En el camerino sus requerimientos continuaron. Pidió que fuera completamente negro, dotado con 200 toallas blancas y una colección de vinos, entre ellos el chileno Montes Alpha Cabernet Sauvignon, uno de sus favoritos; además de botellas de agua Fiji, té negro y verde de la marca Throat Coat, frutas frescas y frutos secos.
Entre otras de las excentricidades del cantante, el “Sol de México” no asistió a la tradicional conferencia de prensa -al igual que el intérprete brasileño al que nos referimos en el primer párrafo-, y tampoco quiso que transmitieran su actuación por la televisión. La organización le pagó a Luis Miguel un millón de dólares por su presentación cargada de caprichos.
La actitud poco humilde del artista fue criticada por la actriz y animadora chilena Francisca García Huidobro, quien fue jurado del festival: “Ayer vi una foto de Luis Miguel en Punta del Este, y va a estar bien difícil no mirarlo a la cara porque está tan hinchado. Los grandes artistas no necesitan tanta parafernalia. Los artistas se miden por su talento, y no por la cantidad de toallas que piden en sus camerinos”. En la red social Twitter aquello fue el tema del momento en varios países de América Latina cuando García calificó como “ridículas” sus pretensiones.
El mismo Diego Torres, quien se presentó antes del intérprete mexicano, comentó: “No voy a entrar en conflictos, no me gusta hablar de los demás. Creo que Luis Miguel es así, y la gente lo aceptó así. En realidad habría que preguntarle a la gente, que disfruta de su canto y de su voz. Y si él es así, está perfecto”.
El tema de las excentricidades de los artistas no es, por supuesto, nuevo. En 2007 no pasaron desapercibidas las condiciones de otros, previo a su presentación: el galés Tom Jones pidió habanos cubanos, vodka y sushi; un espejo gigante requirió Bryan Adams; quien, además, llevó a su cocinero personal; a eso se suman la camilla para masajes y los mariscos enlatados que quiso Fito Páez, y el PlayStation con pantalla gigante que hizo instalar en su habitación el grupo Kudai, que integró la cantante ecuatoriana Gabriela Villalba.
Otro de los artistas, aunque quizás uno de los menos exigentes que este año tuvo el Festival de la Canción, fue el respetado británico Morrissey, quien cobró por adelantado 600.000 dólares. Uno de los mayores requerimientos que realizó el ex líder de The Smiths fue arrendar un estudio para ensayar el repertorio que ofreció la noche de ayer durante 80 minutos. También los representantes del músico pidieron a la organización que su espectáculo no fuera interrumpido por el público y que los trofeos que le otorgaran los recibiera al final de su presentación.
Algo similar ocurrió el año pasado cuando Sting actuó junto con su banda de cinco músicos propios, más los 46 integrantes de la sinfónica. Un espectáculo para el que el ex The Police pidió que no se hicieran paréntesis de ninguna clase, aunque al final, por unos minutos, se dio tiempo para recibir los galardones. A fin de cuentas, el temible “Monstruo” -como es denominado el público que acude a la Quinta Vergara- es el que decide si pifiar a los artistas o endiosarlos al entregarles las gaviotas y antorchas de plata y oro.
Y la noche del miércoles a Luis Miguel le sucedió lo último. A pesar de su extensa lista de peticiones, el cantante fue premiado con una inédita Gaviota de Platino y, además, recibió las llaves de la ciudad.