La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en sí misma, no es el problema, a la luz de las últimas discusiones sobre su rol, sede y financiamientos. El problema es el uso que algunas personas le quieren dar, la desinformación sobre sus facultades y atribuciones.
Ese uso (político y proselitista) desentona con los asuntos de fondo que sí hay que discutir en el continente. Entre ellos, por qué Estados Unidos financia un organismo al que no está adscrito, cómo propone temas y hasta agendas, cuando sus problemáticas internas no pueden ser ni siquiera mencionadas en ese organismo.
Si la CIDH se asume como un organismo regional/continental debe medirse en esas condiciones. Y también debe financiarse con los recursos de todos sus miembros. Los abuelos dirían: “Linda la cosa: no tienen con qué pagar, pero el que presta la plata impone sus reglas”.
Como si fuese un secreto a voces, la postura del Gobierno ecuatoriano levantó polvareda, abrió un debate pendiente y obligó a una discusión amplia para definir unas condiciones institucionales formales, bien sustentadas, para desarrollar procesos dentro del marco y principios de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Como ocurría en el Ecuador: las ONG, al reemplazar al Estado, definían las políticas amparadas en financiamientos extranjeros y para nada inocentes.
La CIDH y las relatorías deben seguir, no pueden desaparecer, pero tampoco pueden quedar bajo el dominio y arbitrio de los Estados Unidos. De hecho, para cambiar hasta el símbolo de esta entidad, debería estar localizada en otro país, en aquel que la reconozca y la sostenga con autonomía financiera y operativa. Eso eliminaría toda sospecha sobre sus tareas y obligaciones.
De otro modo, seguiríamos sosteniendo una farsa que escuda esas prácticas neocoloniales para administrar políticas de acuerdo con la agenda estratégica de los Estados Unidos, y de la que se hacen eco sus acólitos locales.