Hace cinco años hubo muchas voces que ya vaticinaban el descalabro del Ecuador. Cargados de prejuicios ideológicos y hasta personales, esas voces (particularmente de aquellos sectores que se han creído “gerentes propietarios” de la patria) dibujaron un panorama desolador y hasta catastrófico, porque llegaba al poder un “muchacho” que no tenía experiencia en la política y porque, además, arribaba al poder para desmontar la arquitectura de la partidocracia. Según ellos, lo que ocurriría en los siguientes años sería un espejo del destino que tuvieron los países de la ex URSS. Así, sin ton ni son.

Ahora, sin más descaro que antes, esas mismas voces no hablan de descalabro económico, porque no han dejado de ser ricos; no han perdido sus grandes fortunas, porque la economía está sana; tampoco hablan de inseguridad jurídica. Incluso, algunos, destacan el crecimiento económico y hasta la reducción de la pobreza, pero siguen con sus prejuicios ideológicos y frente a la realidad todavía usan las gafas del anticomunismo.

Mal por ellos porque pierden el sentido de la realidad. Bien por el país y los pobres, por la clase media y los emprendedores. En este campo las cosas están y se ven distintas.

El gobierno de Rafael Correa tiene mucho todavía por hacer. De hecho, en el campo político tiene retos enormes y hasta desafíos ideológicos y organizativos por afrontar. Y en lo económico, como el propio Presidente lo reconoce, hay una deuda pendiente y que no puede dejar pasar: la transformación del modelo económico y la revolución agraria.

Si esos desafíos y retos los afronta con mayor participación, involucrando a los sectores campesinos e indígenas, a las clases medias y fortalece en la gestión la disciplina y la eficacia, este quinquenio tendrá mucho de base y plataforma de despegue para la construcción de una sociedad más justa, próspera y para que el bienestar sea motivo de orgullo y no de sana envidia de unos pocos.