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Trump, siempre Trump. Resulta que antes de llegar a la Casa Blanca, el presidente electo de EE.UU. puso contra las cuerdas a las grandes corporaciones automotrices, que revisan a paso cambiado sus planes de inversiones. Y obligó a responder al sigiloso presidente de México -quizá contra su voluntad-, que su país no financiará el muro infame, con el que el republicano y sus huestes quieren blindar la frontera estadounidense ante las posibles oleadas de “indeseables” latinoamericanos.
EE.UU. está, pues, ante un fenómeno nuevo, que sacude las bases de su establecimiento político: la mediatización de la política intolerante, la incertidumbre en los mercados, el desconcierto de las élites intelectuales que han convivido con valores hoy puestos en entredicho: apertura, tolerancia, inclusión, diversidad, etc.
Rusia y China han prendido sus radares sobre Trump: tienen mucho que perder y mucho que ganar con este personaje, según el ángulo con que se mire y el ritmo con que se baile. Moscú se ha visto inmiscuido en el ascenso de Trump, y Putin calcula cada paso sin dejar hilo suelto. Pekín ha sido más distante y a la vez más incisivo. Xi Jinping ya le hizo saber a Trump que si acelera la política proteccionista el choque de trenes puede llegar por Asia. Lo que tenemos al frente no es para sonreír. (O)