Uno de los pilares fundamentales del sistema político ecuatoriano, son las redes clientelares. Consisten en una malla que vincula a clientes, mediadores y patrones y a través de la cual circulan una serie de recursos en ambos sentidos.
Típicamente, una red clientelar está centrada en un político que es el ápice de la red, el cual opera por medio de una serie de intermediarios que están en cercano contacto con un público de seguidores quienes, a través del mediador, reciben los recursos conseguidos por el patrón, a cambio de su apoyo.
Las redes clientelares se desarrollan de manera preferente en sociedades con altos niveles de desigualdad, con amplios sectores de la población en condiciones de vulnerabilidad, donde los canales formales de puesta en vigor de derechos son ineficientes y donde las redes sociales de base no pueden resolver los problemas de la gente.
En este entramado, las prestaciones se hallan personalizadas y –contrariamente a lo que ocurre con los bienes públicos- permiten la exclusión de quienes no contribuyen al intercambio. La unidad básica de canje es el “favor”. El voto por el jefe o quien este designe como su favorito, es una expresión de gratitud o el pago anticipado de un auxilio futuro.
La clientela espera que el político- una vez encumbrado en posiciones que le permiten controlar recursos-, devuelva la lealtad por medio de ayudas, que no necesariamente están definidas de antemano y que se van negociando, por vía de operadores territoriales, en la medida que las circunstancias del cliente lo requieran.
En este mundo ético, la peor infracción es la deslealtad que resulta del no cumplimiento de los deberes de reciprocidad. Al político convertido en patrón no se lo juzga por la calidad de los bienes públicos que genere, ni por su universalidad, ni, menos aún, por su fidelidad al orden jurídico. Se lo evalúa, en la medida en que cumple o no adecuadamente las normas no escritas del intercambio y de las promesas asociadas. (O)