Lo que en otros lares parece normal y hasta justo para los usuarios, en Guayaquil es todo lo contrario. La tarifa de una carrera de taxi la impone el chofer, aunque junto a su volante tenga un aparato que se parece a un taxímetro. Y en el regateo el único perjudicado es el usuario.
Ahora, tras batallar largos años por la ausencia de una autoridad pública en esa ciudad que piense en los usuarios tradicionales, en los turistas y en el propio conductor, la obligación de usar taxímetro (¡en la segunda década del siglo XXI!) tomó por sorpresa a los propios ciudadanos y con cierto malestar a los taxistas.
Los primeros porque descubren que las carreras no han sido tan caras y los segundos porque ahora se quejan de un cierto perjuicio. Si hubiese existido política pública otro sería el cantar.