Hace un año se declaró persona no grata a la embajadora de EE.UU. Heather Hodges. Son de dominio público las razones que llevaron a esa medida extrema. Y ahora, ya el Senado de ese país aprobó la designación de Adam Namm y en los próximos días se hará cargo del despacho en Quito.
Y si es cierto que el flamante embajador ha dicho que viene a trabajar “por las libertades democráticas en Ecuador”, ha empezado muy mal. En ninguna parte de los manuales ni instructivos diplomáticos, de ningún país, un embajador va a otra nación para hacer lo que le corresponde a sus propios ciudadanos. En general, con las especificidades propias, un embajador es un delegado y representante de su gobierno en otro país para fomentar y potenciar las relaciones, garantizar el cumplimiento de los acuerdos y también atender a los sus ciudadanos residentes.
Nunca se le delega a un embajador para que sea un paladín de la justicia, lleve la ideología de su nación a otra y mucho menos convertirse en el facilitador de cambios políticos.
De todos modos, la designación es un avance en el marco de las relaciones políticas y soberanas entre los dos países. Se supera un momento difícil, por supuesto. Lo mejor en las relaciones diplomáticas es, como ocurre con otras naciones, sostener el respeto y la soberanía a toda prueba, por encima de las diferencias. Jamás el Ecuador le ha dicho a Washington lo que tiene que hacer, por fuera de los organismos mundiales y foros democráticos. Y por lo mismo, jamás aceptaríamos que nos digan cómo gobernarnos, con todos los defectos y debilidades de nuestros procesos democráticos.
Si el nuevo embajador estadounidense asume que representa a su país y que llega a otro donde hay un cambio radical con respecto a lo que hacían anteriores gobernantes ecuatorianos, él tendrá mucho trabajo para potenciar todo lo que hay por hacer para construir una soberana relación.