La vida de los seres humanos no pasa únicamente por la óptica difusa de los medios privados de comunicación. Existen -muy a su pesar- principios de justicia y equidad lejos del alcance de sus reporteros que operan en contextos religiosos, barriales, escolares y familiares.

La generalización es arbitraria y los derechos mayoritarios no pueden ser dirigidos ni conculcados por grupos minoritarios, para quienes la pobreza es un asunto de caridad cristiana, mientras exista la humildad de mostrar la otra mejilla a los ofensores. Pero, lamentablemente, corrupción, indebida acumulación de riqueza,  lenidad de los jueces y frivolidad fueron, hasta hace muy poco tiempo, un privilegio de clase; sus voceros vivían convencidos  de que la sociedad eran ellos y nosotros -el pueblo- su servidumbre.

A estos derechos, justamente, se refirió el canciller Ricardo Patiño en la audiencia realizada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington, para demostrar en nombre del Estado Ecuatoriano que, a través del sistema que nos ha tiranizado durante siglos –y al que estamos aprendiendo a no tenerle miedo-, un grupo de escribanos obsecuentes trató de tergiversar el sentido primero y original de la justicia social que ampara a los desvalidos y abandonados de la tierra.

Esta fue la respuesta que no esperaba su alucinada visión de persecuciones y violaciones a la libertad de expresión y de prensa, por la contundencia argumental en defensa de los que no tenemos nada más que la esperanza. Para los empresarios de la información, atrincherados en el entorno político que protege sus intereses, la desinformación cayó por su propio peso, y hoy es la única arma que les permite seguir envileciendo su imagen ante las acciones del Gobierno para eliminar los rezagos de miseria, prepotencia y soberbia. La industrialización de la mentira tiene sus días contados. La verdad es un bien que lo estamos guardando celosamente.