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Durante décadas, los movimientos sociales y muchas organizaciones políticas han demandado una mayor ciudadanización de la política y de la gestión pública. Y con esa bandera, esas y otras organizaciones llegaron a Montecristi, y su objetivo se cumplió. Quizá no en la dimensión que se proponían algunas personas, imaginando que toda la gestión pública y hasta las decisiones más ejecutivas debían pasar por la consulta y hasta aprobación de todos los ciudadanos.
De ahí que las veedurías, que antes eran iniciativa y hasta financiadas por ONG nacionales y extranjeras, tomaron un sentido y una acción concreta a partir de la aprobación de la Constitución en el año 2008 y con la creación del Consejo de Participación Ciudadana.
Para algunas de esas organizaciones y movimientos sociales que lucharon por ese objetivo, todavía está en deuda la participación porque ellas y ellos no están allí, porque sus dirigentes no lideran esos procesos y también porque sus opiniones -en algunos casos muy restringidas a las de una persona- no coinciden con la ley y los reglamentos.
Y no está por demás señalar que esos actores sociales confundieron participación con fiscalización política. Eso, si bien es una parte, no constituye una plataforma para el posicionamiento de quienes aspiran a algún protagonismo político, y mucho menos de quienes en el pasado ya lo hicieron y el electorado no les favoreció.
Las veedurías tienen un rol fundamental en la nueva estructura política, pero son, ante todo, una acción y tarea voluntaria, muy comprometida, para dar seguimiento a los procesos de gestión pública. Eso no elimina el control y hasta la fiscalización, pero también debe ser un acompañamiento para prevenir cualquier acto de corrupción. Y no puede descartarse que sea una forma de inclusión en el proceso mismo de desarrollo de la obra pública. Pero no confundamos los roles ni los apetitos.