Era un fenómeno extraño, pero se ha vuelto común. Ocurre a diario y revela muchas expresiones y condiciones de la gente, en general. Al principio se vivió como una gran experiencia de comunicación inmediata y hasta de servicio informativo instantáneo con un gran reconocimiento. Pero poco a poco ha servido para todo tipo de acciones que van desde la ofensa, el agravio, el anonimato para insultar y para el proselitismo más ruin.

Por suerte hay mucha gente e instituciones que hacen de Twitter y de Facebook, entre las principales redes sociales, una herramienta muy útil para servir a los demás: anuncian, previenen, alertan, convocan, aconsejan, estimulan, etc. Gracias a eso se está al tanto, casi en tiempo real, de muchos acontecimientos de interés público.

Pero no todo es color de rosa: ahora proliferan cuentas anónimas para una serie de acciones, la mayoría no muy éticas ni loables. De hecho, dicen los especialistas que un buen número de cuentas forma parte de personas que aprovechan el anonimato para ofender. Y eso en nuestro país adquiere signos y significados preocupantes. A la vez que provocan diálogos violentos y hasta intolerantes, han servido para denostar a cualquier persona, personaje, autoridad y/o institución.

Y lastimosamente a eso contribuyen ciertos medios comerciales y periodistas, actores políticos y de toda índole.
Es más: quienes llaman a la tolerancia estatal y/o al respeto a los demás, con frases grandielocuentes y hasta pomposas, son los primeros que hacen lo contrario.

Incluso, aquellos personajes mediáticos que escriben en diarios y revistas con un lenguaje formal y “respetuoso” en las redes muestran la otra cara de la moneda. Si la cultura del respeto debe ser una marca del desarrollo democrático, no estaría por demás empezar por revisar hasta dónde las redes sociales ayudan a eso o son su traba.