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Ningún acto, sostenido desde una aspiración y condición revolucionaria, se hace pidiendo permiso y menos ajustándose a la ley, pues es obvio que se busca cambiar las condiciones imperantes y establecer otro marco jurídico, político con base también en otro paradigma.
Lo han hecho todos los procesos revolucionarios del planeta y como uno de sus actos simbólicos “arrebataron” piezas y hasta ciudades y locales para construir su nuevo régimen. Eso lo saben los historiadores y los pensadores de la ciencia política de siempre. Lástima que algunos políticos, incluidos aquellos llamados de izquierda, olviden esos elementos a la hora de analizar lo ocurrido con las espadas de Eloy Alfaro y Pedro Montero.
Tan lejos quedan los “saberes” que en un canal de televisión se dijo que Alfaro fue un dictador y usurpó el poder. ¿Y cómo entonces vencía a la tiranía conservadora, oligárquica y agroexportadora del Ecuador de entonces? ¿Vía elecciones?
Lo que hizo, con las espadas y otras acciones armadas, el grupo Alfaro Vive Carajo, desde lo legal, fue un delito, obvio. Por ello, muchos de sus militantes fueron asesinados sin juicio. ¿Eso no fue un crimen? ¿Torturar a un prisionero era legal? La ética no prescribe y menos los delitos de lesa humanidad. Han pasado 28 años desde que se llevaron las espadas del museo municipal de Guayaquil y no hay un solo indicio de que esa entidad haya hecho algo por buscarlas, encontrarlas y devolverlas. Si el mismo instante en que se disolvió el grupo subversivo el Municipio las hubiese reclamado, otro sería el cantar. Pero no lo hizo.
El grupo Alfaro Vive debió entregarlas al país, como patrimonio, cuando se disolvió como organización clandestina. Y si ahora lo hacen en la persona del representante del Estado ecuatoriano, éste tiene la obligación de colocar las espadas en un lugar seguro, donde la ciudadanía las pueda apreciar y desarrollar visitas pedagógicas. Ese lugar es y debe ser Ciudad Alfaro, en Montecristi.