Si hay algo que debemos lamentar en pleno siglo XXI es que entre los genes de los humanos sigue latente la parte animal y es causante directa de la agresión, el discrimen hacia los más débiles y la guerra. Y es irónico que cada 25 de noviembre el mundo civilizado celebre el “Día de la No Violencia contra la Mujer”, a pesar de que el maltrato es asunto de todos los días, cuando se suponía que las fortalezas de la sociedad patriarcal habían sido debilitadas por la presencia femenina en el aparato productivo del Estado, así como por la aplicación de políticas públicas que pusieron los cimientos de la justicia y la equidad de género.
La intención del cambio de mentalidad era, y sigue siendo, convivir en una sociedad libre de maltrato para que la integridad física y sicológica de la familia garantice que la mujer no sea vista como una pertenencia del otro, y que no se justifiquen los brutales ataques y asesinatos realizados en nombre del amor o de la incapacidad de reconocer limitaciones por falta de educación en valores que, muy a nuestro pesar, devienen en abuso sexual, agresión física, violaciones y humillación psicológica.
Todo indica que avanzamos y retrocedemos ante la multiplicación de crímenes pasionales ocultos en la infidelidad que, indebidamente, se atribuye solo a la parte femenina. La cortina de silencio que divide la impunidad de la justicia, a pesar de las leyes, las acciones de los colectivos de defensa de los derechos de las mujeres y la evidencia que recogen las comisarías especializadas y la crónica roja, tendrá larga vida si no logramos desgarrarla para destruir las telarañas tejidas en el interior de nuestros cerebros, de manera que podamos borrar para siempre el estigma con el que nos hemos acostumbrado a vivir.
La violencia no es solamente un extremo, es la expresión de que las mujeres son propiedad masculina por mandato divino, y ya sabemos que este convencimiento y prejuicio constituye la savia del complejo de superioridad que nos ha transformado en lobos de nosotros mismos.