Si hay algo que aún no hemos aprendido los ecuatorianos es a ser prudentes antes de repetir lo que otros dicen. Nuestra manera de ser, más provinciana que citadina, tiene componentes lingüísticos onomatopéyicos para precisar un hecho que no podemos explicar con ideas objetivas y, sobre todo, a través de conceptos. En la cotidianidad aceptamos y participamos de esta forma de intercambiar mensajes que, de una persona a otra, suele modificar su contenido que termina irreconocible cuando retorna al emisor original.

En el proceso de elaboración del discurso intervienen gestos y sonidos guturales para conseguir un mayor grado de veracidad y sentido del humor. En la esquina del barrio, e incluso en la comisión de Derechos Colectivos de la Asamblea Nacional, en la que su presidenta maltrata el lenguaje convencional con el afán de herir a través de una falsa y grosera ironía, ocurre con frecuencia.

Por ello se ha ganado un lugar preferencial en los informativos de los medios privados de comunicación, cuando sus propietarios, escribanos o locutores, quieren insultar por interpuesta persona al Jefe de Estado.  

Guillermo Cabrera Infante logró reproducir magistralmente en su novela “Tres tristes tigres” esta sucesión de mímica y palabras que caracterizaban el habla popular de los habaneros. Haroldo Conti, escritor argentino, comentaba  que si alguien amarrara los brazos a los ecuatorianos, nos quedaríamos mudos, porque nuestra gracia reside en la gesticulación y afán de comicidad que, muchas veces, se transforma en grosería o injuria.

No podemos ignorar que la diversidad aporta significativamente en la conformación del pensamiento colectivo y la identidad, pero no existen reglas para modificar maneras o decires que pudieran resultar ofensivos. Por ello es necesaria la regulación de los medios de comunicación, para evitar  ligerezas o aseveraciones que recogen sin   responsabilidad ulterior lo que “dice la gente” o permiten deliberadamente que alguien lo haga por ellos.