Difícil que se destaque, no es motivo de primeras planas y tampoco atrae el escándalo. Ni este diario lo ha hecho. Cuando el propio Gobierno denuncia la corrupción no es noticia. Por más que esa denuncia involucre montos, sectores y actores que están ligados directamente con el servicio a la ciudadanía y en localidades relativamente grandes.

Haber encontrado en una casa decenas de papeles (proyectos, informes, etc.) listos para negociar contratos desde una entidad pública, como el Consejo de la Judicatura, para entablar negocios con gobiernos municipales, es un asunto de grandes proporciones que revela algunas prácticas crónicas y que hacen mella en todo sentido.

Pone sobre el tapete de la discusión esa aparente “informalidad” con la que se manejan todavía funcionarios con el único afán de enriquecerse a costa del erario público y con la complicidad permanente de personas con negocios privados. Y también está evidenciando esas porosidades que no se han podido tapar ni bloquear desde el sector público para frenar definitivamente toda oportunidad para los corruptos.

De lo hecho hasta ahora por la Secretaría Nacional de Transparencia de Gestión, entre lo que está también el caso de las visas para ciudadanos extranjeros, es destacable el freno que se impone a esos intentos persistentes de sobrepasar todo control o regulación. Y con todo eso es todavía insuficiente y requiere mucho más rigor y eficiencia para advertir, a modo de pedagogía diaria, que no puede haber condolencia ni perdón con quien roba plata de la ciudadanía.

De todos modos, también está implícito un asunto que obliga a otro modo de pensar: ¿por qué la gente quiere cada día más mucha plata? ¿Será solo para satisfacer necesidades vanas o para acumular poder, por ínfimo que sea, y con él generar más enriquecimiento? ¿Nuestra sociedad de consumo es también, en parte, culpable de estas pulsiones?
Lo que hace falta es que en esto la justicia no sea ligera ni corrupta. Si no, no sirve de nada.