EE.UU. no es el único país que afronta migración. De hecho, este fenómeno es tan antiguo como la humanidad misma. Pero el país de influencia anglosajona vive, desde hace unas décadas, una gran paradoja y contradicción: de haberse constituido con base en la migración y proclamarse la “tierra de las libertades” ahora restringe el ingreso de cualquier migrante, mucho más si es de los mal llamados países del Tercer Mundo. Si es de Canadá o de la Unión Europea no hay problema, a pesar de que muchos canadienses o europeos van a disputar los empleos de los estadounidenses y latinos, por ejemplo.
Ahora el presidente Barack Obama ha lanzado una propuesta para hacer una gran reforma migratoria con miras a dos objetivos: fortalecer la seguridad fronteriza y buscar una vía para una posible legalización de alrededor de once millones de indocumentados que permanecen en su territorio.
Evidentemente el problema para EE.UU. es grave, complejo e intenso. Al legalizar a once millones de indocumentados puede producirse, antes de la aprobación de la reforma, una oleada de ingresos ilegales. Y al mismo tiempo se resuelve otro problema de fondo, que lo ha planteado Obama, evitar la explotación laboral por parte de aquellos empresarios que contratan, con ínfimos pagos, a los inmigrantes sin visa, con lo que abaratan sus costos y aumentan sus ingresos y ganancias.
La migración, lo dicen los expertos, es un fenómeno mundial que se agudizará en este siglo. Los desplazamientos humanos se explican por la búsqueda de mejores condiciones de vida, por diversas razones y hay países que generan unos polos atractivos para ello. Por eso se requieren políticas públicas soberanas, pero también hacen falta principios y regulaciones mundiales para evitar que la migración constituya un lacerante problema que alimenta mafias y empresarios deshonestos.