Estados Unidos ha puesto un tema en discusión: ¿hasta dónde se extiende su soberanía? Y quizá algo más: si su soberanía sobrepasa sus fronteras, ¿por qué el resto de países no puede hacer lo mismo cuando lo que pasa al interior de EE.UU. afecta al planeta entero?

Rusia, China, Ecuador, Bolivia y Venezuela han despertado también esta discusión desde el momento en que asumen soberanamente decisiones sin la venia de Barack Obama (o mejor del aparato industrial militar estadounidense, que parece ser el que gobierna en ese país y en algunas otras naciones).

Tenemos un sistema planetario de naciones donde se asientan las principales reglas para la convivencia internacional tras lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. Y ese sistema fue modelado por EE.UU. en lo esencial. Pero ahora, ese mismo sistema lo viola el Gobierno estadounidense. Entonces corresponde una resignificación del sistema para adecuarlo a la emergencia de un modelo multipolar, donde no hay una “monohegemonía”, pero sí un deterioro de la convivencia democrática establecida tras la firma de la paz en 1945.

Y ante ello, América Latina da un ejemplo de lo que puede ser el futuro inmediato: un sistema de integración con respeto de las soberanías y autodeterminaciones, con la fuerza del acompañamiento sin imposiciones, con la construcción de instituciones para un entendimiento más plural, con la compensación de talentos, virtudes, necesidades y carencias. No hay otra alternativa, pero se requiere una condición: no imponer nada bajo supuestos celestiales o fundamentalistas que solo nacen de esas herencias asumidas que nadie ha otorgado.

Por eso, si los límites establecen un imaginario de la extensión de la soberanía, para EE.UU. hay -por ahora- una obligación: someterse a la suya propia con todo rigor.