La elección de Jorge Mario Bergoglio como Sumo Pontífice (de ahora en adelante, Francisco) ha despertado muchas expectativas, no solo por el hecho de ser el primer latinoamericano y jesuita electo para ese alto cargo sino por la misma crisis por la que atraviesa la Iglesia Católica.

De hecho, esa crisis habría sido la causa central de la renuncia de Benedicto XVI, según varios especialistas. Habrá que esperar para saber hasta dónde ese fue el motivo, pero él mismo anticipó la realidad de su iglesia en sermones y entrevistas.

Por lo mismo, la llegada de un nuevo Papa, con toda la esperanza que genera, solo debe apuntar a un hecho fundamental, comentado dentro y fuera de la Iglesia Católica, por creyentes o no, fieles y adversarios, si los existiere: devolver su espíritu misionero a favor de los más pobres. Todo ello por la pérdida de modestia y de humildad en el servicio eclesiástico institucional y la vinculación con negocios y empresarios.

Incluso, al haber elegido a un latinoamericano se constituye en la representación de la mayoría de católicos del mundo. Y por lo mismo, la tarea también es contribuir a disminuir la pobreza en este continente. Para eso, parecería raro pero toca decirlo, tiene que armonizar su labor evangélica con las políticas públicas que desarrollan gobiernos progresistas, revolucionarios y de izquierda para realizar una tarea colectiva.

Si las decisiones del Vaticano son ante todo políticas dentro de la geoestrategia que ha sostenido por varios siglos, no puede dejar de contemplar el impacto que tendría en estas tierras, las de América, la recuperación de lo más noble de la labor sacerdotal: su condición de misioneros. No es solo una mística, sino ante todo una política para no dejar en el olvido el propio deseo de Jesús: su opción preferencial por los pobres y su mayor dedicación en contra de quienes se enriquecen usufructuando la fe de la gente más humilde.