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Hay que decirlo con claridad: no tenemos experiencia para incendios de la magnitud ni de la “calidad” de los que afrontan provincias como Pichincha, Azuay y El Oro. Hay un esfuerzo muy encomiable por parte de los cuerpos de bomberos de estas provincias. Y, por supuesto, la participación de la gente. Pero con todo y eso, los incendios dejan algunas lecciones y una gran experiencia para procesar provechosamente.
De entrada, no hay cómo justificar que, como en el caso de Quito, el 90% de los flagelos sea provocado por personas irresponsables, consciente o inconscientemente. En la capital hubo y hay campañas de prevención y algunas medidas, pero incapaces de contrarrestar la maldad de alguna gente con la naturaleza. No conciben el daño irreparable (las autoridades hablan de que hay especies -vegetales y animales- que no se recuperarán, por lo menos, en 20 años) y menos aún afrontan las consecuencias para su propio entorno y el de sus vecinos.
Por otro lado, las políticas de prevención no se pueden supeditar a campañas o trabajos puntuales en los barrios. Parecería -los técnicos lo dirán- que no hay infraestructura para combatir este tipo de incendios y las condiciones superestructurales para una emergencia de esta naturaleza.
No es que nunca habrá incendios a partir de unas medidas concretas. De haberlos, como siempre ocurrirá, la respuesta debe ser mucho más efectiva y eficiente, para evitar pérdidas humanas y de las especies vivas. Eso también conlleva una definición urbanística alrededor de bosques y quebradas, en donde abunda todo tipo de actos irresponsables, como convertirlos en depósitos de basura, entre otras cosas. Por eso, la experiencia hay que procesarla para solventar estos problemas como un aprendizaje productivo, preventivo y de manera colectiva para beneficio de todos.