Todo lo contrario: la tarea fiscalizadora es una alta responsabilidad y, por supuesto, una de las caras más sólidas de una Función Legislativa de rigor democrático. En el caso ecuatoriano, la tradición “impone” que la fiscalización se confunda con escándalo y también con reemplazar a las entidades de control civil, administrativo y penal.

Además, desde el llamado retorno a la democracia, se entendió, por los casos concretos que son de dominio público, como la tarima directa a otro cargo que no sea el de legislador. Quedan como símbolos los llamados procesos fiscalizadores de las muñecas de trapo y los gastos reservados, por solo mencionar dos.

Y ahora algunos asambleístas confunden esa tarea con escándalo, plataforma electoral y también -como ya se ha dicho y divulgado sin mencionar fuentes- chantaje político y para buscar cargos en el sector público. De hecho, hay legisladores que han solicitado miles de documentos, en plazos cortos, con el solo afán de indagar en la vida privada de autoridades y funcionarios. Incluso, algunos documentos solicitados, que comprometen trabajos y datos sensibles, son filtrados a la prensa por esos asesores y asambleístas que no tienen el valor de dar la cara.

De todos modos, que quede claro, la fiscalización es una obligación constitucional y un derecho, no solo de los legisladores, sino de todos los ciudadanos, con fines estrictamente cívicos, políticos y legales para favorecer un mejor servicio público. No puede restringirse a la Función Legislativa, pero los miembros de ella deben ejercerla de la manera más democrática, responsable y hasta cívica, en el estricto sentido de la palabra.

Y tampoco la fiscalización se reduce con cortar cabezas o llevar a juicio político. Las pruebas están a la vista: los procesos de fiscalización, que empiezan con solicitudes de información, son por centenas y no han sido necesariamente a favor de mejorar el servicio público sino la imagen de políticos sedientos de espectáculo para ascender en el escenario mediático.