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Los ecuatorianos somos unos machos que vemos con sospecha y hasta con recelo la presencia cada vez mayor y hasta abrumadora de las ecuatorianas en muchas actividades, tareas y responsabilidades. Ante todo en la vida pública.
El Ecuador, en cuestiones de género, no se parece en nada al de hace 14 años, donde ya la Constitución elaborada en Sangolquí dio un salto importante. En todo ese tiempo han ocurrido muchos procesos públicos y privados, la mayoría de los cuales revela una enorme presencia femenina en la definición, diseño y ejecución de políticas públicas, desarrollo productivo y también en la realización de proyectos de toda índole.
Ante todo, la incorporación de la mujer a la producción, su inserción laboral, la participación en la toma de decisiones, configuran un escenario distinto para el futuro inmediato del país.
Son avances con unos costos elevados, sobre todo para los “machos machotes” que se resisten a desprenderse de su “poder” y “autoridad”.
Y por supuesto esa resistencia grafica la misma realidad desde otro ángulo: la incapacidad de los machos para reconocer su lado femenino, para exhibirlo como parte de su construcción personal, para incorporarlo en su deconstrucción cultural.
De todos modos, hay signos y evidencias de que la batalla por derrotar al patriarcado (esa tara colectiva impuesta, incluso, desde la religión y las leyes) va por buen camino, se sustenta en luchas puntuales, íntimas, hogareñas, laborales y jurídicas con mucho esfuerzo y también, por qué no, colaboración masculina.
Y todavía falta, sobre todo en hombres y en un grupo de mujeres que se reconocen solo como tales en la medida que ejercen su feminidad en relación exclusivamente con sus parejas o con sus parientes. A pesar de ello, se ha cimentado un terreno para que la feminidad tenga un sentido mucho más profundo en esta sociedad machista.