Una demanda (soterrada y de rato en rato pública) siempre fue, en estos últimos 50 años, la calidad de la educación superior y el rol de sus instituciones en el desarrollo del país, como resortes y aportes de sus bases fundamentales, en lo teórico como práctico. Sin embargo, el mal de siempre fue la ausencia de estímulo estatal (económico y político) para ese propósito. Tanto que en los años ochenta y noventa proliferaron las universidades privadas y en las públicas, las carreras a favor del mercado y no necesariamente de la sociedad.
Ahora, tras la aprobación de la nueva Ley de Educación Superior, con todas sus complejidades y retos, han surgido problemas de carácter estructural más allá del apoyo financiero y político de parte del Estado. El fundamental, según se desprende de ciertos datos y evidencias de la gestión administrativa, es precisamente esa falta de previsión para afrontar las obligaciones legales de la nueva normativa establecida en octubre del 2010. O sea, han pasado tres años y se revela la poca capacidad administrativa de, el caso concreto, la Universidad Central del Ecuador, para ejecutar su presupuesto y elaborar los planes para el reemplazo de profesores, promoción de otros y también para implementar los cambios necesarios en la infraestructura y en la tecnología.
¿La consecuencia? La falta de profesionales de cuarto nivel para afrontar las cátedras que dejan quienes no cumplieron con la obligación de actualizarse y obtener esos títulos que obliga la Ley para ejercer la cátedra en una institución superior que apunta a un mejoramiento general de la educación.
Por tanto, más allá del debate necesario y de la búsqueda de soluciones, hay urgencia por cumplir ante todo con la Ley y no esperar a que los reglamentos suplan las carencias o deficiencias de un proceso que debió empezar hace tres años.