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El Telégrafo

La democracia los cría y la traición los une

15 de septiembre de 2011 - 00:00

El resentimiento es un veneno que, cuando se lo ingiere, nos induce a  esperar la muerte de nuestros enemigos.

Inexplicable, pero cierto. Y ocurre cuando los lazos de amistad y camaradería aprietan con más fuerza. Y hay cosas que cuando se espetan en medio de la ira, la incomodidad o la falta de madurez, provocan dolores en la conciencia para los que no aún no se han inventado analgésicos. En la década del 70, Arthur Janov sorprendió a psiquiatras y psicólogos con “El grito primario”, libro que aborda las experiencias reprimidas en las etapas más importantes de la vida. Es una teoría sobre los sufrimientos interiores que se registran en el cerebro como una memoria alterna, y obliga al organismo a comportarse simuladamente hasta la resolución, o no, del origen de las tensiones.

Lo que no se conocía -Janov tampoco propuso pistas- es que en el ámbito de la organización política y las decisiones de consenso, pesa mucho la vanidad, la incontinencia verbal y la depresión generada por la postergación, o porque las ideas no fueron tomadas en cuenta. Las deserciones en el bloque de PAIS, en la Asamblea Nacional, son el mejor ejemplo de lo que ocurre: un descenso ético al infierno de la amargura y del rencor, que permite ofertar los principios que un día juraron defender, incluso con su vida. Es entonces cuando el acto liberatorio de las frustraciones del pasado  los vuelve fuertes y desafiantes ante sus antiguos compañeros, y la traición surge como un acto de heroísmo en la oposición. Esta apuesta,  común en el manejo del viejo poder, convierte al grito reprimido en expiación ente la falta de trascendencia. Estos seres incomprendidos, que apenas logran entenderse entre sí, quedan marcados por la delación y la bellaquería. Es una paradoja, pero la democracia los cría y la traición los  une  en una comisión legislativa llamada, por una curiosa coincidencia, de Derechos Colectivos.

“No hay peor cuña que la del mismo palo”,decían nuestros padres y abuelos, quienes seguramente intuían la composición de los laberintos por los que se desliza la parte más oscura de los  seres humanos.

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