Es un hecho histórico, sin lugar a dudas. Marca un momento de singular trascendencia para el mundo y en concreto para Argentina. Han pasado más de 15 años desde que se inició el proceso y, con tropiezos, enredos y dificultades, se ha llegado al fin con lo que muchos esperaban, aunque está presente que, a pesar de la sanción, cientos de bebés no sabrán quiénes fueron sus padres, y menos conocerán cómo llegaron a los hogares donde ahora viven.

Para cualquier ser humano es inconcebible que un puñado de militares haya tomado una decisión de esa naturaleza: despojar a los padres de sus hijos por el simple hecho de pensar diferente. Ni con la sentencia podrán devolver la paz a los argentinos.

Y esa sentencia es posible porque, además, las condiciones políticas de Argentina cambiaron: ahí ya no mandan los militares sobre los civiles; en ese país se instauró -por casi tres décadas- una dictadura detrás de cada gobierno democrático para impedir cualquier sanción; en la justicia argentina se inoculó el miedo a las represalias de los militares, que podían terminar con la muerte.

Los testimonios de esas decenas de familias son insuficientes para entender el dolor de tantos años. Cada relato es desgarrador, pero al mismo tiempo revela la ignominia que los militares instauraron para combatir, supuestamente, el comunismo en América. No se les fue la mano: consideraron a sus “enemigos” internos una lacra que había que eliminar. ¿De qué cabeza salió tan perversa y criminal política? ¿Por qué les pareció “normal” cometer esos crímenes? ¿No fue Videla el mismo que llevó a la guerra suicida de las Malvinas y a armar un campeonato mundial de fútbol mientras cometía los peores crímenes?

Ahora la historia cierra una parte de este nefasto capítulo. El siguiente paso será saber dónde y con quién están los que fueron bebés en la década de los setenta. Hasta tanto, la herida no se podrá cerrar, por más sentencia que se
haya dictado.