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La mayoría de los casos ecuatorianos que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha tratado y/o ha juzgado ocurrieron en la época neoliberal. De toda esa época ese organismo ha dejado muy dudosas intervenciones en los casos de desaparición, tortura y prisión que ocurrieron por decenas en el gobierno de León Febres Cordero. Ni todos los medios que ahora defienden a ese organismo ni todos los políticos que se lavan las conciencias con sus posturas lacrimógenas dicen o explican para qué sirvió la CIDH en esos momentos.
Ahora, la prensa privada y comercial se rasga las vestiduras exponiendo los “casos” que en estos últimos años están en manos de ese organismo. Y no se pregunta, no le interesa, por supuesto, cómo se califican los procesos o si solo son denuncias para escandalizar. Ahora todo se lleva a la CIDH porque supuestamente aquí, en el Ecuador, no hay una justicia proba. ¿Y cuándo, con todas las pruebas y testimonios del caso, se desapareció y torturó, sin descontar los ajusticiamientos a manos de la Policía, hicieron el mismo oleaje de opinión a favor de los derechos humanos? ¿Los supuestos periodistas y opositores perseguidos ahora están en las cárceles, han recibido torturas y sus supuestos juicios están en instancias de sentencia o algo por el estilo?
La CIDH debe revisar su situación a la luz de la realidad y forjar, con todo el peso de su legitimidad, un nuevo orden en la defensa de los derechos humanos y despojarse de ese tutelaje imperial que le impone qué defender y qué juzgar. No es un supragobierno porque tiene unos límites y unas condiciones concretas. Eso lo saben quienes ahora la defienden a capa y espada. Pero también es cierto que si hay violaciones reales y concretas, con documentación transparente, no puede “hacer la vista gorda”. El supremo mandato es velar porque se cumpla con todos y cada uno de los derechos humanos y no solo con aquellos que defienden los grupos de interés y los medios mercantiles del continente.