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El Telégrafo

Hipotecados, con la bandera a cuestas

06 de octubre de 2011 - 00:00

El Ministro de Relaciones Exteriores de Ecuador ha puesto  en el tapete la crítica situación de miles de compatriotas en España, por la pérdida de sus viviendas -ante la imposibilidad de cancelar  las hipotecas- y la falta de empleo por aquello que los ibéricos llaman con ironía “el paro”. La encrucijada en la que se encuentran los ha puesto frente a una condición densa e indescifrable en la cual lo inverosímil de la supervivencia es la única medida de la realidad.

La nave insignia que los llevó hacia tierras lejanas se fundamentó en la desmesura política de un gobernante que “sabía cómo hacerlo” y echó a pique el barco. Por el momento son 3.000 desahucios tras concluir los juicios y 8.000 procesos en lista espera. Ellos, como los caracoles, trasladaron a cuestas lo bueno y lo malo de su manera de ser: amor y odio, júbilo en el triunfo y amargura en la derrota. Sus fortalezas son las de cualquier migrante: intuición, espontaneidad y vocación  incansable para el trabajo, pero siempre seducidos por el sueño del dinero fácil. Su corazón aún tiene la capacidad de atesorar el rencor político y el olvido histórico, y son la mejor muestra de que somos una sociedad sentimental y “pasillera” en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón y el calor humano sobre la desconfianza. Este amor casi irracional por la vida propia y ajena, como el que seguramente sienten los seres más débiles, los autoexilió del terruño con la idea fija de la puntualidad en el envío de las remesas de dinero para los que se quedaron.

Los ecuatorianos somos así: capaces de morir por la patria, nos indigna la mala imagen que podemos dejar en el exterior y nos aterra la idea de volver a enfrentar la realidad que dejamos atrás. Pero también seguimos siendo capaces de realizar los actos más nobles y  los más abyectos; de funerales jubilosos y parrandas inmortales. No porque seamos buenos o malos, sino porque participamos de los extremos, saboreando esa noción instantánea y resbaladiza de la felicidad. La incapacidad de los gobiernos anteriores nos volvió incrédulos, abstencionistas y, por supuesto, ingobernables. Ese individualismo nos mantiene lejos preguntándonos: ¿quién podrá reconocer algún día todo lo que hemos perdido?

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