Los ojos del país estarán posados hoy sobre esta libérrima urbe en sus 191 años de independencia. Luego de la gesta libertaria conseguida por José Joaquín de Olmedo, José de Antepara, José de Villamil y el militar venezolano León de Febres Cordero y Oberto, Guayaquil ha tenido que superar las barreras propias del clima.

Su crecimiento económico, registrado en las cifras del  Instituto Ecuatoriano de Estadística y Censos (INEC), da cuenta del valor para vencer la adversidad. El comercio, principal motor de desarrollo, ocupa el 46,7% de las actividades del puerto y da trabajo al 33,8% de la población. Estas virtudes son las que la volvieron atractiva  para cientos  de miles de ecuatorianos que emigraron en busca del futuro esquivo en sus lugares de origen.

Por ello sus límites de crecimiento se rompieron con frecuencia; la provisión de servicios colapsó o, en el peor de los casos, nunca existió. Y es ahí cuando el modelo de ciudad pregonado por los administradores se ha revelado como una falacia o  una posibilidad que siempre estará dependiendo de otros espacios y usuarios a quienes la pertenencia a una clase los ha privilegiado.

No hay que ser muy inteligentes para entenderlo: mientras el Gobierno financia e inaugura -tan solo en los últimos meses- obras como el cuarto puente, que une a Durán con el sector de La Puntilla, las vías de acceso a la zona de Monte Sinaí, las nuevas etapas del Plan Socio Vivienda y avanza con el proyecto Guayaquil Ecológico, la Municipalidad de la ciudad posterga urgencias ciudadanas o las ignora. Un ejemplo: los cortes frecuentes del servicio de agua potable se producen sin explicaciones.

Extensas zonas de Guayaquil han debido soportar en los últimos cinco meses y en más de seis ocasiones la paralización del suministro por “errores fortuitos”. La concesionaria se ha refugiado en el silencio, ha roto calles y las ha remendado a voluntad. La ciudadanía seguirá soportando, pero todo tiene un límite y, cuando sea rebasado, pedirá cuentas a los responsables.