Han pasado varios días ya desde que un hincha de Barcelona fuera asesinado. Y las autoridades deben investigar para sancionar y dejar un precedente claro: ninguna camiseta, por más popular que parezca, por encima de las pasiones eufóricas, justifica que una persona sea asesinada.

Si el disparo lo hizo uno de los hinchas, ¿cómo explicar que asista armado a un cotejo ? Si -por lo que se debate- fue desde el arma de un policía, ¿cómo trabajan los gendarmes en estos casos, con multitudes? ¿Con el riesgo de acabar con una vida, herir a cualquiera o entre ellos mismos?

Lo cierto es que la afición al fútbol adquiere una mala fama. Y eso explica las bajas recaudaciones en los estadios también. ¿Quién se arriesga a ir a un espectáculo deportivo del que puede salir con una herida o en un ataúd? ¿Cómo se puede disfrutar un partido de fútbol profesional si, cuando se trata de un “clásico”, todo el aparato publicitario, mediático y comercial apuesta por él con el único objetivo de aumentar los ingresos, ganar en rating o en consumidores?

Hay en esto una compulsión ya algo enfermiza cuya solución no puede quedar solo en manos de la Policía. Se trata de forjar una pedagogía social para garantizar el disfrute de un espectáculo, para que la gente goce el fin de semana de algo distinto a lo que vive en su trabajo el resto de días. Y para ello no solo hay que contar con la pasión, sino y ante todo con la razón de ser de los humanos: la convivencia pacífica y la armonía plena.

Aunque suene romántico e ilusorio, hay que apuntar hacia eso, si no queda como una frase hueca aquello de que el deporte une a los pueblos, a las naciones y a las familias. Hasta ahora lo que vemos, cada vez más, es muchos muertos y heridos por “defender” una camiseta que no va a mejorar la calidad de vida de nadie.