Inició la campaña electoral en Venezuela y en la práctica es la continuidad de la que terminó el 7 de octubre pasado, cuando triunfó con absoluta legitimidad y mayoría plena Hugo Chávez Frías. En esa misma contienda el candidato perdedor reconoció la derrota y en sus análisis jamás pronunció palabra que no fuese para justificar la impotencia política para vencer a un líder absoluto y con enorme reconocimiento a su labor de 14 años al frente del gobierno.

Ahora, sin la presencia física de ese líder, el candidato opositor, con el aparato político y económico con el que afrontó las elecciones pasadas, donde se incluyen asesores extranjeros, insiste en las mismas tesis y agobia con las mismas muletillas.

Al mismo tiempo somete al electorado a una ambigüedad perversa: denostar contra los venezolanos al insinuar mentiras y ocultamiento de información sobre la muerte de Chávez, la supuesta corrupción, la descalificación a los líderes del partido de gobierno y ajustarse al mismo libreto cuando ya el pueblo se lo negó.

En otras palabras, ese candidato gira sobre él y no mira hacia el electorado, quiere que se lo justifique en su incapacidad de proponer un plan de gobierno que sobrepase al que ha dado resultado en los últimos catorce años y por esa vía congratularse con el apoyo que recibe de las corporaciones mediáticas y los grupos ultraderechistas del continente.

La realidad, tras la desaparición física de Chávez, es que los sectores más sensatos reconocen el valor del proceso encabezado por él. Con sus límites y debilidades, no dejan de mencionar hasta dónde repolitizó al continente y señaló una ruta para gobernar con soberanía, mejorar la calidad de vida de los más pobres y frenar todos los abusos hegemónicos e imperiales que parecían ser ya un devenir casi divino, sin cuestionamiento alguno.