La declaración final de la Cumbre Río+20 no es del todo optimista para el planeta. Por un lado, no se obtuvo todo lo que los países del Sur demandaron con fuerza y con mucha sabiduría. Por otro, se rechazó la propuesta de crear un fondo de 30 mil millones de dólares que garantice la aplicación de los acuerdos adoptados. Sin ese dinero, es casi imposible implementar todo lo que hace falta para evitar el deterioro de la calidad de vida a causa del intenso agotamiento de recursos por parte de los mal llamados países desarrollados.

Lo más relevante es que no prosperó esa idea (que suena bonita y hasta sugestiva) de impulsar la “Economía Verde”. Como su nombre lo indica, de lo que se trata es de “adaptar” el conjunto de negocios y mercancías, pero sin perder el lucro y tampoco sin disminuir considerablemente el impacto sobre la naturaleza, solo hacer ajustes para mejorar el rendimiento a partir de ciertos cambios en la matriz productiva. En otras palabras: ganar y ganar, con un poco de ecología.

Sin embargo, en la declaración final se han obtenido avances significativos, como aquello de garantizar y precautelar los procesos y formas propias de desarrollo de los países del Sur, como la soberanía sobre sus recursos naturales, o el fortalecimiento de la población indígena y el respeto a sus enfoques no mercantiles que contribuyen a erradicar la pobreza. A eso se suma que, muy vagamente, se destaca lo que Ecuador y Bolivia han propuesto: construir una Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza. Aunque no llega a ser un acuerdo que tenga sostenimiento y continuidad, por ahora es un planteamiento que necesita todo el apoyo.

Habrá que ver el resultado global, el análisis colectivo de las naciones del Sur y valorar hasta dónde se pueden desarrollar iniciativas para que, más allá de la “Economía Verde”, se construya una propuesta planetaria del Buen Vivir.