La violencia e inseguridad del país tienen actores y también  benefactores. Los primeros son aquellos personajes temerarios (algunos de ellos hasta modelos para libretos de película) que han entrado y salido de las cárceles, gracias a jueces y policías corruptos, los mismos que negocian protección y castigo a vista y paciencia de muchos ciudadanos, gendarmes y hasta funcionarios. Los segundos son quienes reciben ingresos  “extras” a su sueldo normal, pervierten el sistema de justicia, someten al terror a quien los delate porque tienen quién los defienda con armas y violencia.

“Los Choneros” no son un grupo de reflexión espiritual y tampoco una gallada de amigos que se reúne de vez en cuando a jugar fútbol y a beber cerveza. Su historia o historial cuenta con un sinnúmero de  vidas perdidas y muchos otros delitos. Casi todos bajo el manto de la impunidad. Han desatado fábulas y mitos. Algunos no solo les temen sino que los admiran, desde el miedo.

Entre los policías se cuentan historias macabras y hasta ajustes de cuentas sanguinarios. Varios de ellos ahora están presos.

Corresponde entonces pensar si recibirán la sanción correspondiente y si habrá justicia para las víctimas. En este momento está en manos de la justicia refrendar la acción policial tras el plan del Gobierno para atacar la inseguridad. Lo de fondo es que una acción pública, una determinación oficial y urgente los tiene tras las rejas. Con ella se da cierta tranquilidad a la población. Se percibe ya una aceptación a la política de pagar recompensas por información de los más buscados.

Si los detenidos reciben sentencia, algo de justicia se hará. Si se entregan los que están prófugos, también habrá un respiro para la población.

Y más allá de los debates triviales de si se perdonarán o rebajarán sus penas, lo que el Ecuador está obligado a reflexionar es si con estas acciones disminuye la violencia. No más.