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Se han cumplido dos años. Y no pasa nada, nada que no sea la movilización de los parientes, de todas las organizaciones sociales, políticas y humanitarias. A nadie le cabe en su cabeza que de un momento a otro desaparezcan 43 normalistas de Ayotzinapa, en México, y que ni las autoridades ni los involucrados de modo directo e indirecto digan dónde los mataron y dónde dejaron sus cadáveres.
Parecería que todo el aparato estatal es incapaz e impotente, pero no es así. Todo lo contrario: de todas las pistas y de las evidencias hay una confabulación para ocultar un crimen de esa magnitud.
Y con ello, además, librar de responsabilidades a las más altas autoridades. Ni toda la tecnología ni la presión mundial logran hasta ahora ubicar a los estudiantes. Sus familiares no solo merecen respeto para poder enterrar a sus hijos, sino que para la historia debe quedar claro por qué los asesinaron y por qué no dicen dónde se encuentran sus cuerpos.
Mal haría el mundo entero en pasar la página y dejar en el olvido un hecho tan doloroso como este, que solo tiene comparación con lo hecho por la dictadura argentina. (O)