El bochornoso acto del embajador estadounidense Adam  Namm, al participar en un acto político, no solo es un síntoma sino una manifestación de que su país tiene sobre América Latina una mirada bastante neocolonial todavía. A ello se une, con sus propias características y agendas, la visita reciente de Barack Obama a México y Costa Rica.

Claro que la visita de un jefe de Estado adquiere otro tipo de ritos y mensajes, escenarios y agendas. Por lo mismo, no se puede equiparar lo ocurrido en Quito, el viernes pasado, con la gira del presidente estadounidense.

Sin embargo, hay algo que está pasando por la preocupación de Washington: en esta región del continente hay procesos políticos y económicos que ya no dependen de la venia de EE.UU. y, para más, alejados de su modelo de supuesto desarrollo económico. El neoliberalismo no constituye una tabla de salvación, y menos las recetas de los organismos controlados por la mayor potencia militar del mundo. Por ello ahora no es casual que las banderas de la libertad de prensa, empresa y de expresión sean la cabeza de playa de una estrategia donde solo se atisba la recuperación de su influencia y control para garantizar su hegemonía.

La visita de Obama a México, además, reveló cuánto puede perder EE.UU. si deja de atender los asuntos de lo que considera su “patio trasero”. La historia ha demostrado que, en la misma medida que América Latina adquiere peso y autonomía en sus determinaciones, desde EE.UU. comienzan a fraguarse una serie de acciones políticas e ideológicas para sostener su “imperio”.

La diferencia de ahora es que hay países y gobiernos que se sostienen, no por la voluntad de Washington ni por la imposición de dictaduras, sino por la eficiencia en su gestión, por la calidad de su relación política con sus ciudadanos y porque desarrollan procesos para garantizar un bienestar de vida y otro paradigma político.