No hay duda de la existencia de un corporativismo mediático, marcado, que en términos políticos no podría sino calificarse de activismo a favor de una sola causa privada que se cobija bajo supuestos sociales y colectivos.

El mero hecho de anunciar el debate de la Ley de Comunicación acciona a ese corporativismo, automática y puntualmente: empiezan las entrevistas en todas las cadenas, los titulares de los diarios son del mismo perfil y los argumentos coinciden: no hay necesidad de una Ley de Comunicación.

El corporativismo mediático se constituye para defender intereses particulares, cierto. Y como tal debe asumir su condición, pero olvida que hay mandatos constitucionales y de consulta popular que no pueden soslayarse por más coaligados que se encuentren los integrantes de ese corporativismo, que bien  calificó Ignacio Ramonet como latifundios mediáticos.

De hecho, se apoyan y comulgan con quienes ejercen representación popular y por eso son los invitados a las entrevistas, que no hacen sino sintonizar todos sus argumentos y no ejercen una actitud crítica con esos asambleístas que abogan por eliminar la Ley de Comunicación.

Cuando los medios de ese corporativismo apelan a la ciudadanía y proponen una ciudadanización de la política, olvidan que unas son sus palabras y otras son sus acciones, pues han olvidado, en todo el debate del proyecto de Ley de Comunicación, a esa ciudadanía. ¿O será que la consideran solo como consumidora, puente de consumo entre sus medios y sus auspiciantes?

Los procesos democráticos pasan porque los asuntos particulares y sociales tengan expresiones políticas claras y definidas. Y también porque las corporaciones económicas y mediáticas sean transparentes para defender con claridad sus intereses, pero jamás para tomarse el nombre de la sociedad, porque desde ahí anulan la construcción democrática que nos convocan los nuevos tiempos y las nuevas realidades del mundo y del Ecuador.