Publicidad
Guayaquil vive el preámbulo de las festividades de Navidad y fin de año con un vértigo atípico y mucho más intenso que en otros años.
El fuerte calor de las últimas semanas, por ejemplo, es el peor acompañante de cientos de miles de personas que se vuelcan a las calles para adquirir de todo un poco. Hasta este punto, la urbe no se diferencia del resto de ciudades pujantes en la región. Pero las incomodidades no cesan aplacando la humedad ni tolerando las interminables columnas de compradores que regatean con los vendedores informales en el casco comercial; estas se complican y resultan intolerables entre quienes se atreven a sumergirse en las turbulentas vías que unen los cuatro puntos cardinales del puerto. Es el caótico tráfico vehicular que, para cualquier observador que no vive en estas latitudes, podría ser normal en una ciudad con más de 2’500.000 de habitantes.
El impacto del crecimiento desordenado del parque automotor no se puede evitar si no existe colaboración y mano dura de las autoridades para hacer cumplir las leyes de tránsito. Las dobles columnas de los automotores y la falta de control se agravan por la anárquica circulación de autobuses en lo que antes, hace algunas décadas, fueron amplias vías de Guayaquil.
Hay sectores circundantes a los centros comerciales en los que el desplazamiento de miles de personas, en las llamadas “horas pico” de cualquier día laborable, provoca tal congestionamiento que en estas fechas es inmanejable para cualquier vigilante de tránsito.
A todo esto se suma la falta de planificación del Municipio en la ejecución de obras de regeneración urbana y construcción de pasos alternos, en los que, además, hay un marcado retraso, como es el caso del puente que une la ciudadela Urdesa con la avenida Carlos Julio Arosemena. ¿Será este es el precio que debamos pagar por el desarrollo y la recuperación de nuestra autoestima? ¿Valdrá la pena celebrar Navidad y fin de año en estas condiciones?