El debate desatado ayer en la OEA puso en evidencia un sentir común en los países miembros: mejorar, potenciar y proyectar hacia un mejor futuro todo el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. No hay un solo canciller o representante que haya dejado de lado ese sentir.

Incluso, por encima de los largos manifiestos de algunas ONG y “personalidades” políticas, los representantes de los países expresan una lógica natural en el desarrollo de las naciones y de sus asociaciones regionales: el mundo ha cambiado, las dinámicas son otras y, por lo mismo, las normas no pueden estar congeladas.

Cierto que hay visiones y posiciones. En algunos casos pueden ser irreconciliables, pero también es cierto que en la diplomacia esa es la base de los acuerdos y las proyecciones. Si no fuese así, derechos como los de los pueblos y nacionalidades, de las mujeres, de los grupos vulnerables, que antes ni siquiera eran motivo de preocupación, ahora tienen su lugar determinante.

Por lo visto, en  Ecuador hay sectores que estarían felices de que la postura de su gobierno sea derrotada. Así lo han expresado algunos analistas y periodistas de los medios privados. Tanto que llegan a desinformar, pues sus deseos se confunden con la realidad. Y así, luego, lo hacen sentir en las páginas y editoriales.

Ecuador ha logrado una victoria simbólica fundamental: colocar en el tapete de la discusión algo que parecía intocable. La CIDH necesita fortalecerse, claro, pero tal como está no es suficiente herramienta e instrumento para garantizar una defensa absoluta y plena de los derechos humanos porque sigue sostenida en una visión liberal, de guerra fría, y no de una realidad mucho más compleja y dinámica, en la que hay prioridades fundamentales. Y sobre todo: que todos los países del sistema se adhieran para que no sean unos los obligados y otros los “liberados”.