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El Telégrafo

Los espacios del arte y sus fronteras

Los espacios del arte y sus fronteras
15 de junio de 2015 - 00:00

Definir qué es arte —y qué no lo es— siempre ha sido una tarea compleja para teóricos, artistas y espectadores, lectores o consumidores de una obra. Este trabajo de concretización se ha vuelto aún más arduo en nuestros días, pues miles de manifestaciones se autocatalogan como ‘artísticas’, amparadas en su capacidad de difusión y de convocatoria en las redes sociales y en otras plataformas.

 

Algunos dirán que son los críticos quienes deben dar su aval para que una obra sea considerada como artística, pero sabemos también que el ejercicio crítico no escapa a la subjetividad, incluso a la buena o mala voluntad de quien se acerca a la obra, o al perfil del artista. Entonces, la opción restante es dejar el veredicto sobre qué es o no arte en manos de quien recepta directamente la obra, es decir, el espectador, el gran público, que, en algunos casos y en situaciones extremas, claro, pueden llevar una obra de la aceptación y la fama al lodo inmediato.

 

Actualmente, los espacios determinados tradicionalmente para desarrollar y exhibir el arte —galerías, librerías, bibliotecas, teatros, etc.— han ido cediendo terreno frente a las propuestas de trasladar las obras a espacios más concurridos, más abiertos, con el afán de captar más consumidores para la obra, que sus contenidos sean socializados por más personas. En este sentido, la performance, como soporte artístico, ha cosechado expositores y seguidores, pues se anula el espacio tradicional de los artistas en función de una cercanía con el espectador, para hacerlo a este partícipe de la elaboración de la obra. Por supuesto, la performance también ha convocado a detractores, pues hay quienes sostienen que este tipo de representación está basado en la improvisación, en efectos que tienen que ver más con la emotividad de los espectadores que con la preparación del artista.

 

La serbia Marina Abramović, una de las representantes de la performance a escala mundial, ha sido duramente criticada por sus métodos, por sus puestas en escena, incluso, hace poco tiempo, por su ‘nuevo discurso’, es decir, la adopción de usos más ligados a la farándula que a la producción artística independiente, justo ahora, podría decir alguien que ella misma señaló en el documental The artist is present (2012) que su trabajo ha sido tomado en serio, después de 40 años de trayectoria, luchando contra las opiniones de quienes consideran que es más digna de un manicomio que de un escenario.

 

¿Y cuál es el discurso que ‘debe’ sostener un artista? ¿Y ese discurso debe sostenerlo dentro y fuera del escenario? ¿Y si la frontera no existiese y ese artista transitara por una función continua, sin intermedios para su vida personal? Estas y otras interrogantes se siguen manejando en torno a la gran pregunta sobre qué puede considerarse arte, quién debe ser llamado artista. Como pista, quizá, se puede concluir en algo, para que el espectador sea quien decida, al final, a qué discurso acceder: la obra de arte, más allá de la estética, debe provocar algo, una emoción y una reflexión sobre un suceso o un personaje. El arte, más que cualquier otra manifestación, debe incitar al desarrollo del pensamiento y no erigirse como un punto final, el dictamen, la sentencia.

 

Es la frontera que se desdibuja y que se convierte, precisamente, en su esencia.

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