“Querido, solo un sordo usaría eso”, dijo Oscar Wilde cuando un amigo suyo se apareció con una corbata de color amarillo y rojo. Si se hubieran conocido, talvez le habría dicho lo mismo a Jorge Luis Borges, que solía usar mucho las corbatas amarillas porque en algún momento de su vida, y en un mundo que se le había pintado de gris, ese era el único color que podía ver. Borges se la pasaba bromeando, y también lo hacía con su ceguera. En una entrevista de 1966 con Ronald Christ, un traductor que la publicó en The Paris Review, Borges decía que le contaba esa broma a cada persona que le hablaba de sus corbatas, y que una señora no la había entendido: “¿Es porque estaba tan sordo que no podía escuchar las críticas de la gente?”, le había preguntado la mujer, que no había captado que el chiste estaba en que solo alguien que no escucha nada es capaz de llevar esos colores tan chillones (loud colours, para Wilde) justo debajo de la cabeza. “La estupidez a la perfección”, comentaba Borges, quien usó el episodio para hablar de las metáforas. Mientras lo explicaba, contó también el origen del color de los taxis: son amarillos porque así se distinguen mejor en la noche. Quien se detiene en minucias como la broma de Wilde o la pintura de un taxi para defender el color de su corbata no puede ser sino un erudito, como en efecto lo era Borges.

Pese a su talante de señor estirado con traje y bastón (como un Hitchcock argentino), Borges vivía de un humor que fluye cuando alguien conoce demasiado sobre muchas cosas: el que parte del entendimiento, lo que suele acompañarse de la alegría de la victoria, la que siente el niño que aprende por fin a montar una bicicleta. Talvez por eso su mirada al sonreír —por más ciego que estuviera— era prístina como la de un bebé.

Borges fue un todo terreno literario: escritor, antologador y crítico, fundamental en estas tres ramas para las letras de todo el mundo. Y aunque haya muerto hace exactamente 30 años, parece que nunca pasará de moda.

Hoy hablamos —en serio— de Jorge Luis Borges.