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En Manabí "ningún poblador se pone a llorar"

En los alrededores de las calles de la parroquia Tarqui hay movimiento. Los vendedores de los comedores, ubicados en las faldas del Río Burro, limpiaron el sábado 23 sus puestos. Los  habitantes del lugar visitan la “zona cero” y se quedan perplejos.
En los alrededores de las calles de la parroquia Tarqui hay movimiento. Los vendedores de los comedores, ubicados en las faldas del Río Burro, limpiaron el sábado 23 sus puestos. Los habitantes del lugar visitan la “zona cero” y se quedan perplejos.
Foto: Wilmer Torres/ El Telégrafo
01 de mayo de 2016 - 00:00 - María Elena Vaca

En Tarqui está prohibido llorar. O, al menos, aquello reflejan los moradores de la parroquia, ubicada al sur de la provincia de Manabí. No hay tiempo para lamentarse. Los sobrevivientes del terremoto de 7,8 grados que sacudió al país el sábado 16 perdieron sus casas, pero les reconforta saber que tienen vida. Ha pasado una semana y aún no aprenden cómo llorar a sus muertos (tíos, primos, hermanos, ahijados, compadres, madrinas, vecinos, amigos, conocidos). No saben cómo hacerlo.

Es sábado 23. Han fallecido 655 personas y más de 20.000 están en albergues. El sol de mediodía pega con fuerza (28 grados). Nabor Fuentes escucha una emisora en una radio antigua que cuelga del manubrio de su bicicleta. La señal, a ratos, es clara, otras veces, no. Mejor la apaga. “Tanta tragedia”, murmura a un cliente -de mirada penetrante- que le compra una rodaja de sandía.

El día del terremoto este hombre de 52 años sintió que perdía la vida. Salió hasta el portón de su casa y todo se desplomó. “Fue increíble cómo todo se acabó”, recuerda. Recorre Tarqui con un triciclo, en donde ofrece pedazos de sandía y piña a $1. No quiso perder la mercadería. Se detiene en la avenida 4 de Noviembre de la parroquia Tarqui (Manta) y debajo de una viga del puente -cuya construcción también se observa afectada- se instala.

“No podía quedarme en la casa; se necesita meter algo a la boca”, dice el hombre, quien cuenta que en el terremoto no perdió familiares, pero sí amigos y vecinos. No tiene un sitio fijo de venta, pero ese día decidió quedarse en esa esquina. Sabe que si no sale a trabajar, no lleva comida a su familia y eso quizá le mortifica más que haber perdido su casa; le aterra no saber cómo empezar de nuevo. Pero tiene noción de cómo hacerlo: “a dólar la piña, a dólar la sandía”, ofrece.

Sentado en su bicicleta, el vendedor de frutas observa cómo quedaron en escombros los almacenes de ropa, víveres, artefactos electrónicos... Pone su mano en el mentón. Suspira.

“Gané”. Ese grito de uno de los vecinos del sector le vuelve a la realidad. Es la algarabía de un partido de cuarenta al aire libre entre moradores del sector que no necesitan una mesa, pues una banca de plástico café les permite emocionarse con cada “caída”.

Esa silla, además de dos muebles de cuero rojo y varios sofás crema con anaranjado, fueron lo único que esa familia rescató tras el terremoto. Con el juego pasan el tiempo. No se mueven del lugar, pues desde allí cuidan lo que fue su casa: una construcción sin paredes laterales, ni vidrios en las ventanas, que ahora solo son ruinas blancas. Esa casa seguramente fue de 4 pisos y ahora es una planta de escombros. Una cama de madera está a punto de caer.

Johnny Vinces (42 años) come arroz amarillo en una tarrina, a pocos metros del lugar, junto al monumento El Pescador. Se asemeja a la estatua de piedra: contextura delgada, pero erguida. Ambos quedaron en la calle. Tiene la mirada perdida.

“No se imagina cómo era esto; llenito de carros, tráfico, comercio, movimiento, bulla, ahora está desolado”, dice, mientras mueve incesantemente sus manos al recordar el malecón del lugar. Intenta atrapar los recuerdos. Cuando habla abre bien los ojos, como tratando de transportarse a ese día. Apunta con su mano derecha a la calle 105.

“Allí estaba el centro comercial Navarrete, la farmacia, la venta de celulares, la tienda de ropa, la mujer embarazada que saqué”, alza la voz. Se calla. Era cuidador de motos y sobre lo que pasó solo explica: “oiga, ni el atleta más rápido del mundo  podía salir de allí, todo se movía bien feo, me hacía para adelante y me llevaba para atrás, yo me agarré de un poste”, recuerda. Abrió los ojos y todo era destrozos; al darse cuenta de que quedó con vida se hincó y rezó.     

A Eduardo Loor (taxista), el fuerte sonido que emergió de las entrañas de la tierra le impactó. Sintió como si quería tragárselo. Ya sale a trabajar. Hacerlo le resulta un buen negocio; solo una línea de buses (Jaramijó) de las cinco que hay en la parroquia circulan.

Las calles de Tarqui están acordonadas y no se permite ingresar a nadie, ni siquiera a los propietarios de las viviendas del casco comercial, que son los más afectados. Pedro Vallejo, dueño del hotel Pacífico, rompe las cintas de seguridad e ingresa a su edificación. En medio de los escombros saca tres colchones, un cuadro y una televisión. En su intento por rescatar más cosas, dos policías se percatan. “Señor, se le ha dicho que no puede ingresar, ya es la segunda vez y no hace caso”. Perdió su hogar, pero no se da por vencido. “El manaba no llora sobre la leche derramada”, dice Vallejo. No descarta volver a levantar el hotel. Tiene deudas. “No nos daremos por vencidos”, exclama.  

En el parque central de Tarqui se reúnen algunos de los sobrevivientes, como Luis Quiroz y Vicente Villafuerte. Estrechan sus manos y se sientan  debajo de los árboles. No entablan ninguna conversación. Miran  fijamente hacia las casas a punto de caer;  a ratos Quiroz aprieta con fuerza los dientes y pestañea, pero no dice nada. Hay silencio.

¿Estuvieron aquí el día del terremoto? La pregunta aterriza la nostalgia. “Sí”, contestan, y sin siquiera insistir, Quiroz suelta lo que guarda por dentro.

“Murieron mis 2 hermanos: Daniel (23 años) y Hernán (26)”. Sigue hablando con una dudosa serenidad: “Trabajaban en la Hostal Mar y todo se les vino encima”. Toma un bocado de agua, rasga un pedazo de pan, se lo mete a la boca y, aturdido, exclama: “parece mentira”.

Por 15 años estuvo encargado del mantenimiento de un hotel y eso es lo que sabe hacer: pintar, cambiar focos y arreglar baños. “Todas las noches me pregunto: ¿y ahora qué voy a hacer?”, cuenta. A la semana encontró la respuesta: “seguir con lo mío. Los manabitas somos trabajadores, no mendigamos”.

Vicente Villafuerte lo escucha con atención. Mientras lo hace aprieta con fuerza un periódico. Trabajó 8 meses como recepcionista en el Hotel Navarrete y en esa edificación funcionaba una farmacia, una papelería y el hotel. A las 18:58  recuerda que había mucha gente, sobre todo en la papelería, ya que el lunes empezaban clases en la Costa. A él le faltaban dos minutos para cambiar de turno. Se sentó en la recepción y el edificio se le vino encima. Metió la cabeza debajo del mesón de cerámica.

Pensó: “hasta aquí fue mi destino”. De las 60 habitaciones del hotel  estaban ocupadas 4 (8 personas). Solo una pareja salió. Tiene raspada la espalda, “pero tengo vida”.

Ahora piensa dedicarse a vender ropa, a tareas de mantenimiento, o espera que levanten de nuevo el hotel y lo vuelvan a contratar.  De esa edificación solo quedan más de 10 metros de escombros y miles de papeles que vuelan, junto a las aves de rapiña. Toma una escoba y comienza a barrer. “Que esté limpio para cuando todos vengan”, dice. Bebe agua. (I)

En Tarqui la gente sale de a poco a trabajar con los escombros frente o detrás de ellos. Un ejemplo de ello es Nabor Fuentes, quien recorre la parroquia manabita vendiendo piña o sandía a $ 1. Foto: Wilmer Torres/ El Telégrafo

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