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Ha sido el único sector que, en muchos países, continuó operando ininterrumpidamente durante la pandemia. Pese a la caída global del comercio y a las dificultades impuestas por el virus, tuvo capacidad para incrementar exportaciones y reafirmó su papel estratégico.
Celebramos el Día Internacional de la Agricultura en medio de una de las peores crisis de las que se tenga memoria. La pandemia ha creado y creará más pobreza, desigualdad y angustia social, pero no ha detenido la producción y el abastecimiento de alimentos.
Muchas de las naciones de América Latina y el Caribe han levantado en estos meses cosechas enteras que servirán para alimentar al mundo y hacer girar la rueda de una actividad imprescindible para la vida. Es claro que no es tiempo de complacencia y sí de insistir en que un sector que ofrece soluciones estructurales para los problemas más graves de la civilización humana debe estar en el tope de las prioridades de las agendas públicas.
Pobreza, inequidad, desempleo, inseguridad alimentaria y nutricional, desestructuración familiar, migraciones masivas y desafíos ambientales: todos estos temas pueden tener un denominador común para resolver o mitigar. Ese denominador común es la agricultura, parte inseparable de las soluciones a una realidad inquietante.
Transformadora por su propia naturaleza, la agricultura es, junto con la educación, la alternativa más eficiente para atacar la pobreza estructural en las zonas rurales y, conectada a procesos productivos o a planes de desarrollo territorial plasmados por una cooperación técnica moderna, puede ser vislumbrada también como una eficiente política social.
Es también una palanca esencial para el desarrollo por su interacción profunda con la ciencia y su uso intensivo de tecnología, y da peso específico a las naciones latinoamericanas en el tablero global. Se trata de un papel construido a partir de una dotación sin igual de recursos naturales, enriquecido por capacidades productivas y empresariales que debemos perfeccionar incorporando las dimensiones social, ambiental y tecnológica.
El momento, con su dramatismo, es propicio también para volver a mirar a los territorios rurales como zonas de oportunidades y de progreso social, lo que exige diseños institucionales adecuados, una nueva generación de políticas públicas para la agricultura familiar y la facilitación en el acceso a tecnologías digitales para que todos nuestros agricultores tengan rendimientos crecientes y mayores ingresos.
Con sus encadenamientos productivos, la agricultura es la actividad que más rápido puede garantizar mejores condiciones de vida e impulsar la ampliación de servicios de educación, de justicia, de telecomunicaciones e infraestructura para los habitantes de la ruralidad, de modo de revertir las problemáticas que generan el abandono de campos y las migraciones hacia los centros urbanos.
Esos objetivos son centrales en la nueva agenda de la cooperación técnica, tanto como la facilitación del acceso de los productores a las cadenas de comercialización y el impulso a la bioeconomía, la industrialización inteligente de nuestras sociedades a partir del uso de recursos biológicos, que tiene el potencial de convertir a los territorios rurales en una gran fábrica verde, de alimentos, bionergías, biomateriales y probióticos.
Celebremos y valoremos a la agricultura. Es una actividad que, en una concepción moderna, propicia como ninguna otra la creación de oportunidades. Es, por lo tanto, como desde hace miles de años, nuestro pasaporte más seguro hacia un futuro mejor.
* Manuel Otero, Director General del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)
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