17/11/1982, el día que la tragedia marcó al fútbol
Nada ahora recuerda la tragedia. Nada rememora que hubo golpes en la cabeza, gente que pedía morirse y huesos que se iban partiendo. No hay nada que recuerde la peor catástrofe del fútbol colombiano. Ni una placa, ni un altar. Nada. Todo ocurrió la noche del miércoles 17 de noviembre de 1982 en la plataforma de la tribuna sur del estadio Pascual Guerrero, de Cali, cuando todos querían ir a su casa, llenos de júbilo tras un partido fabuloso que se jugó bajo la lluvia y que se empató en goles al final. Un diario lo resumió con la frase: ‘... Y todo por una meada’.
Los gritos desesperados lanzados desde la parte baja de la rampa de la tribuna sur del estadio Pascual Guerrero fueron escuchados a las 22:31, cuatro minutos antes de que el réferi argentino Teodoro Nitti pitara el final del partido entre Deportivo Cali y el América de Cali, el clásico sanfernandino.
A esa hora, cuando algunos empezaron a salir de la tribuna sur, por una plataforma con una baranda desajustada, una turba de gente comenzó a esquivar a empellones la acción de varios hinchas que orinaban desde el segundo piso. Todos miraban al cielo. No querían mojarse. Nadie podía escapar, se tropezaban, cayeron unos encima de otros. Todos pedían auxilio. La noche fue oscura. Hubo asfixiados, aplastados y heridos de muerte.
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Era el clásico caleño de siempre. El partido de la tragedia comenzó a las 20:30 de la noche y terminó a las 22:35 a oscuras y con muertos. Se registró una taquilla de 40.976 espectadores y se recaudaron $ 8’492.155. Se jugaba la sexta fecha del octagonal final y el clásico número 168 de su historia. En esa fecha se hicieron 15 goles. El brasilero Sapuca, del Tolima, era el goleador con seis anotaciones en el torneo. Los rojos lideraban la tabla con 7 puntos, el Cali le seguía con menos un punto. Por eso el partido era decisorio.
El día era lluvioso. América tenía a Julio César Falcioni, a Roque Alfaro, a Juan Manuel Battaglia, entre otros. Battaglia anotó en el minuto 17 y Penagos en el 23 y 29. Y el Deportivo Cali tenía a Pedro Antonio Zape, a Luis Tessare, a Willington Ortiz y a Amaro Carlos Nadal. Por los verdes, marcaron Ortiz, a 6 minutos; Mosquera, a los 73; y Nadal, a los 85.
Solo un hecho previo al partido alteró la normalidad: un directivo del Deportivo Cali filtró la noticia: varios jugadores con cólico y diarrea culpaban a la comida de la cocina del hotel Dann, donde estaban concentrados. Incluso se habló de sabotaje.
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“Yo quería salir y no podía. Quise volver a entrar, y tampoco pude. De pronto, me fui al piso. Cuando abrí los ojos estaba en el Hospital Universitario del Valle, con dolores en todo el cuerpo y sobre una camilla”, cuenta Alfredo Bravo, quien tenía 14 años cuando ocurrió la tragedia. Era la primera vez que iba al estadio. Ese mismo día decidió nunca más regresar.
Hoy tiene 46 años, sigue siendo hincha del América de Cali, vende helados en una bicicleta y tiene el brazo magullado, como si tuviera medio cuerpo paralizado.
‘Alfredito’, como le dicen, quería ir al estadio esa noche. Encontró en su vecino Luis Enrique Rocha -que murió esa noche- a la persona que le cumpliría su sueño. “Me dijo: voy a sur, ¿quieres ir? Yo le dije que sí, emocionado”. ‘Alfredito’ era un niño alto, por lo que tuvo que pagar su entrada. “No era mucho dinero, pero yo era un niño, no trabajaba. Recuerdo que otro vecino me ayudó para la entrada luego de que mi ‘vieja’ (madre) me diera el resto”. Nos fuimos -dice- en una camioneta que llevaba hinchas del América de Cali. “El Obrero, mi barrio, tiene muchos hinchas del América, me acuerdo que, cuando jugaba la ‘Mechita’, la cuadra se inundaba de banderas rojas”. El joven hincha y su acompañante llegaron al estadio una hora y media antes del encuentro. Subieron la rampa de acceso de la tribuna sur, entregaron sus boletos y se acomodaron cerca de la salida, en la parte occidental de la tribuna popular. Rocha, su vecino, conocía de sobra ese ‘territorio’ y por experiencia le dijo que se quedarían allí a pesar de tener que aguantarse la entrada y salida de hinchas por ese lugar. “La tribuna se llenó a las 20:00. Mi vecino se aterró porque el olor a marihuana era exagerado. Yo pensé que seguro era porque un clásico se jugaba de otra forma”. La cosa se complicó cuando se llegó al 3-2 -a favor del rojo- y los hinchas se pusieron ansiosos. “Se empujaba mucho en la tribuna. Uno a los 14 años no puede hacerse el grande. Entonces le dije a Luis Enrique que estaría afuera, pero él salió conmigo. ‘Espérame, que esto se calentó’. Salió delante mío y cuando íbamos en la mitad de la rampa, sentimos la lluvia de orina y los gritos de la gente que insultaban a los que orinaban. Cuando de pronto, allí mismo, se escuchó: ‘Gooooool, goooool…’. Allí todo acabó”. Alfredo quería salir y no podía, y quería entrar y no podía. Dio vuelta a su cabeza buscando a Luis Enrique y ya no estaba. Alfredo llegó dos días después a su casa sin tener mucho que decir.
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Un día después de la tragedia, la noticia estaba en la prensa. El Caleño es un diario sensacionalista. Tiene 37 años de historia y muchas portadas sangrientas. Sus titulares son macabramente jocosos. Al día siguiente, el matutino -que llegaba a su edición 2.000- tituló: ‘¡Estampida de muerte!’. En sus páginas interiores destacó la frase: ‘… Y todo por una meada’. Acompañaba ese titular una imagen dantesca de varios cadáveres amontados en Medicina Legal. El cronista Henry Holguín lo relató en ese diario: “Los que salen abajo, alertan a los que vienen detrás: ¡Cuidado lo mean hermano…! La multitud se detiene, los de atrás empujan y la gente corre, tapándose la cabeza con periódicos, almohadillas, protegiendo a los niños y a las mujeres para no dejarse orinar (…). En la rampa resbaladiza por el aguacero reciente y por los orines de los chistosos de arriba, un anciano de camisa café y pantalón kaki resbala de pronto y cae (…). El anciano cayó sobre la baranda de contención. La baranda cedió. Otro grupo pasó sobre el anciano. Gritos. Manos y piernas que se mezclan. Ruido macabro de huesos y hierros rompiéndose. ‘¡Mamá…! ¡Mamá!’. Los niños ruedan por el piso mojado de orines y de barro. Hombres y mujeres enloquecidos los pisotean. Los pisotean. Los pisotean. Los vuelven a pisotear”.
La revista deportiva Cronómetro, de diario El Tiempo, tituló en su edición semanal: ‘La muerte volvió al estadio’. Y lo narró: “El partido había resultado de película. América ganaba 3-1 y los decepcionados seguidores del Deportivo Cali comenzaron entonces a abandonar malhumorados y decepcionados las tribunas. Pero una especie de milagro se produjo y el 3-1, en pocos minutos, se convirtió en vibrante 3-3 que obligó a los prematuros desertores a regresar precipitadamente a las graderías para unirse a la celebración. Los que volvían entonces se encontraron con la multitud que descendía precipitadamente por la rampa en busca del transporte. Al forcejeo se añadió entonces la actividad descomedida de mala educación e irresponsable de un grupo de hombres que comenzaron a lanzar sus micciones sobre las cabezas de quienes abandonaban el estadio. La noche era lluviosa y la rampa se encontraba resbalosa. Los que regresaban se encontraron con los que bajaban, la rociada de orines aumentó la excitación, la colisión sobrevino y la gente comenzó a morir allí en medio de una atmósfera de terror”.
Occidente, el diario caleño, a través de su cronista Servio Ángel Castillo, cerró así su historia: “Dramas de dolor y angustia se presentaban hasta las horas de la madrugada de hoy jueves 18 de noviembre, cuando las rotativas de los diarios nacionales registraban esta tragedia y los profesionales de la radio daban tranquilidad a través de sus informaciones a los múltiples oyentes que no soportaron la noticia y se encuentran en pie, no en busca del gran clásico, sino preguntándose qué pasó con la baranda de la tribuna sur del estadio”.
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Ya había pasado. La noche del miércoles 18 de noviembre de 1981 -casi un año exacto- la tragedia se recuerda con horror en Ibagué. Cuando se disputaba el juego previo de las reservas del Deportes Tolima con un equipo de Fusagasugá, antes del encuentro entre Deportes Tolima y Deportivo Cali por el cuadrangular B de la fase final del torneo profesional. Parte de la tribuna occidental, que incluía un pasadizo de 47 metros y la zona de preferencia, se desplomó en el estadio Manuel Murillo Toro dejando 18 muertos y más de 50 heridos. La cifra de fallecidos no creció porque a un par de cuadras estaba el hospital Federico Lleras, donde llegaron los heridos. Ya antes, en febrero de ese año, la cubierta de esa misma área cayó sin dejar víctimas.
Luego se conoció que, minutos antes del desplome de la estructura, los jugadores del Deportivo Cali esperaron en esa tribuna antes de ingresar a los camerinos. El partido se suspendió, el presidente y dueño del Deportes Tolima, Gabriel Camargo, pidió que se jugara porque era fecha futbolera. La terna arbitral dijo que eso no se justificaba ante los hechos trágicos. Siete días después se jugó en Bogotá.
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Mario Alfonso Escobar, ‘Doctor Mao’ -69 años, abogado, periodista radial- estaba allí, en el Pascual. Cuando se le pregunta por la tragedia, cierra los ojos. Silencia un rato, un largo rato. “Doctor: afuera de la tribuna sur hay muertos… ¡Hay muertos, doctor!”. Así se refirió -dice Mao- un hincha que subió a la cabina donde transmitía el partido luego del empate, se lo dijo casi llorando. “¡Hay muertos, hay muertos, doctor!”, le repetía ese esporádico hincha. “Yo me decía: ¿Muertos? ¿Muertos?”. El periodista pidió entonces abrir el micrófono de nuevo y actuó con prudencia: “Al parecer, me dicen, me informan, que hay muertos afuera de la tribuna”. No dijo más. Lo que había sido un partido fabuloso se había convertido en una noticia judicial. “Allí terminó la transmisión”, dice Mao, quien memoriza ese juego y piensa en ese gol de Amaro Carlos Nadal. Silencia otro rato, otro largo rato. Es que ese gol hizo que unos entraran y otros salieran por la tribuna sur. Eso hizo que apareciera toda esa tragedia. Asimismo, Mao destaca otra cosa: “El alcalde Julio Riascos Álvarez anunció que iría hasta las últimas consecuencias y que capturaría a los responsables. Aún seguimos esperando”.
Willington Ortiz -tumaqueño, 61 años, de exquisito regate- jugaba para el Deportivo Cali aquella noche. Anotó el primer gol, el 1-0, el que hizo cimbrar la tribuna sur. “Me entero de la tragedia en el camerino luego de finalizar el partido. Fue muy simple lo que nos dijeron: “Una persona orina desde la tribuna y moja a los que salían del estadio. Pasó cuando se anotó el tercer gol que empató el juego. Eso ocasionó el choque de los que entraban y de los que salían”, recuerda que le dijeron mientras los jugadores se cogían la cabeza luego de conocer que había muertos. “¿Muertos? Pero si no hubo agresión, todo iba bien”. El viejo ‘Willy’, como le decían, asistió al otro día a la misa en la plaza
Caycedo, donde se acompañó a los hinchas muertos. Era lo mínimo.
Se le humedecen los ojos. Alfonso Vargas Carrillo -65 años, socorrista, miembro de la Cruz Roja- se pasa un pañuelo por sus ojos. “Eso fue terrible”. Cuando vio la gente amontonada, una encima de otra, pidiendo auxilio en esa rampa de la tribuna sur, empezó a rezar. “Uno no sabía cómo empezar a sacar gente y ayudarla camino al hospital”, recuerda con visible tristeza. “Cuando me metí a auxiliar, vi muertos, amontonados, pisoteados”.
Vargas, hoy director seccional de socorro de la Cruz Roja en Cali, dice que se ingenió un ‘tubo humano’ para sacar a los heridos y llevarlos al HUV, con la dificultad de que en ese momento salía gente de la tribuna occidental que no tenía ni idea de la tragedia y los que sí sabían y querían curiosear. “Armé un tubo humano con voluntarios para sacar heridos en camillas y al hombro. La calle estaba cerrada para ambulancias. Como la tragedia había sido por la calle 18, en el lado occidental, se hizo fácil porque era casi en línea recta a urgencias del HUV. Durante unos 40 minutos sacamos heridos... y también muertos”. Del Pascual Guerrero al Hospital Universitario hay unos 400 metros. Eso sirvió para que no aumentara el número de fallecidos.
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Al otro día escuchó algo. No recuerda mucho. Dice que lo que sabe es poco. Escuchó hablar a los que sabían quiénes orinaron en el Pascual aquella noche. Se llama Genith Pérez y vivía en el barrio El Dorado, donde comienza el sur y termina el centro de Cali. Era, por ese tiempo, un barrio popular. Vivía en una casa esquinera y en esa esquina se juntaban los jóvenes a charlar de fútbol, a enamorar a las chicas y a matar el tiempo en la Cali soporífera.
Pero también iban a fumar marihuana, a vender y a comprar drogas. Todos los vecinos sabían lo que pasaba en esa esquina, pero nadie lo comentaba. Nadie se metía con nadie. Era mejor.
“¿Cómo le da por orinarse en el estadio? ¡Cómo estaría de loco!”, afirma Genith que escuchó, al final de la tarde, cuando se juntaron en la esquina los jóvenes de siempre a hablar de su pasión: el fútbol.
Escuchó solo eso, insiste. El loco era ‘Guido’, así se llamaba, a secas. Nadie sabía su apellido, solo era ‘Guido’ y lo conocía en el barrio como hablador y traficante. “Ese era realmente su nombre; no era su apodo. Todos sabíamos lo que hacía”, sostiene Genith y recuerda que a las 20:00 en ese barrio las calles permanecían vacías.
‘Guido’ tendría unos 19 o 20 años porque allí solo se juntaba gente joven. No fue a la Policía a presentar una denuncia porque las autoridades sabían lo que hacían ellos. No era de su incumbencia, a pesar de la tragedia. “No se metían con gente del barrio, nosotros no nos metíamos con ellos. Hacían sus cosas en el estadio como vender su droga”. En 1982, la marihuana era una moda en Colombia. Cinco años después de la tragedia, esta mujer dice que ‘Guido’ cayó muerto por la Policía. Nunca fue noticia, nunca salió en los diarios, pero dicen que fue uno de los que orinó.
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A los dos días de la tragedia en Cali, se sabía todo: 24 muertos, 200 heridos y 6 goles. Los muertos vinieron de la tribuna sur. Había niños porque esa tribuna la ocupan ellos. Había adultos porque acompañaban a los niños. Allí estaba ‘Gorriones’, una tribuna imaginaria para los niños, aquellos que sueñan con una pelota y jugar en el Pascual. Para estar allí se llega por una puerta minúscula que mide un metro 50 centímetros. Es decir, es una puerta para niños. Si el niño pasa sin agacharse, entra gratis. Fue creada en el año 1972 en honor a un menor que murió por un disparo que realizó un policía cuando intentaba entrar a un clásico sin boleto. Y se cerró para siempre en esta tragedia, donde murieron 15 niños.
En 1982 no había Fiscalía ni CTI. Estaba la Jefatura de Instrucción Criminal, organismo que realizaba el levantamiento de los cadáveres. Luego pasaba cada caso a la oficina de un juez ordinario. Y allí paraba todo. Pero se hizo lo impensable: se nombró a un juez de Instrucción Criminal, Marino Rodríguez, quien en cinco días dijo tener siete sospechosos, entre ellos dos detenidos. Eso agilizó que Gladys Lozano de Martínez asumiera como agente de la Procuraduría. Había que buscar responsables como fuera. Pero poco había. Se habló de 20 meses de cárcel para los culpables. Otros decían que cinco años. Las familias pidieron prisión perpetua. Se amparó en que los culpables suscitaron pánico en un lugar público y que -además- tenían que pagar 100 mil pesos. Palabras. Los jugadores, de quien se esperaba solidaridad y recogimiento, se abstuvieron de dar declaraciones y se concentraron en jugar al fútbol. Solo fueron a una misa.
Una de la más sensibles y que sintió como suya la tragedia fue la gran dirigente del fútbol Beatriz Uribe de Borrero, gerente del América de Cali, quien pidió un entierro colectivo. Muchos se negaron porque cada familia quería intimidad. El club rojo pagó gran parte de los sepelios en el Cementerio Central, al norte de Cali. El obispo auxiliar de entonces, Juan Francisco Sarasti, impartió los santos óleos. Ayudó a muchas familias a pasar ese trago amargo. También apareció el gerente del Deportivo Cali, Humberto Palacio, quien ayudó económicamente en los sepelios. El administrador del estadio, Horacio Patiño, no se justificó, pero dijo que el escenario estaba en las mejores condiciones. Los médicos del HUV hallaron en la mayoría de los muertos y de los heridos golpes en el vientre, fracturas múltiples, rotura de cuello y asfixia. El diario El Caleño se arriesgó y tituló días después: ‘¡Fueron 6 los que orinaron!”. Nunca se encontró a los culpables.
Otras cosas también se supieron. Que la rampa que accede a la tribuna sur no tenía iluminación y que era una pista enjabonada cuando llovía. Ese día jamás paró de llover. Incluso, se tuvo la idea de cancelar el partido por lluvia, pero por ser clásico no se suspendió.
Muchos hinchas tenían la costumbre de salir quince minutos antes para buscar un cupo en uno de los buses que los clubes de fútbol ponían a disposición de sus seguidores para repartirlos por la ciudad, pero muchos regresaron al estadio cuando escucharon el empate del partido, a cinco minutos del final. Eso generó un embrollo que inició el caos. Los hinchas, para evitar ser mojados por los desadaptados que orinaban, se amontonaron en una parte de la rampa para no ser alcanzados por los chorros, lo que generó que la presión del separador de la rampa cediera y se formara la estampida con niños, ancianos y mujeres. Como era costumbre, muchos aficionados se colaron quince minutos antes, apretando aún más la tribuna sur, luego encontraron la muerte. Solo 280 agentes policiales resguardaron el clásico, cuando se necesita el doble. Como lo dijo un sacerdote el día del sepelio de uno de los caídos: “Esto iba a pasar porque la vida así lo quería”. Treinta y dos años después, esto sigue igual.
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Nada aquí recuerda la tragedia del estadio. El Cementerio Central de Cali tiene enterrados miles de muertos. Aquí están, por ejemplo, los casi 4 mil cráneos y parte de los cuerpos que provocó la explosión repentina de seis camiones cargados con 42 toneladas de explosivo plástico gelatinoso, en el desastre del 7 de agosto en 1956. Aquí también están los del estadio. A las 10:40 del 20 de noviembre, el cuerpo sin vida de Fulvio Hurtado irrumpió en el cementerio con una multitud inusitada. Luego entraron otros mientras el padre franciscano Argemiro García tachó la tragedia de absurda. Otros fueron enterrados en Palmira.
El domingo siguiente se jugó la séptima fecha del torneo profesional en el Pascual, cuando América de Cali recibió al Atlético Junior. Solo fueron 18 mil espectadores, menos de la mitad del miércoles anterior. Varias ofrendas florales se pusieron frente a la tribuna sur. Hubo un minuto de silencio, la trompeta de un músico de la Fuerza Aérea recordó a los hinchas caídos.
Los jugadores del equipo rojo llevaron una cinta negra en señal de luto, a un costado de la camiseta, la bandera del club se izó a media asta. El árbitro Octavio Sierra pitó el inicio del partido. América de Cali iba camino a su segundo título.