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Se lee poesía y se termina bailando salsa: espacios de diálogo cultural en Guayaquil

Se lee poesía y se termina bailando salsa: espacios de diálogo cultural en Guayaquil
03 de enero de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano

Huele a sal prieta, a madera y cerveza. Las paredes sostienen una simbología barroca, una combinación urbana de Guayaquil: Barcelona, recortes del pasado, Emelec.

Lleva como nombre ‘La Culata’ en honor a la historia del puerto que la acoge. No es un sitio reciente, pero, ahora, tras un cierre autoritario, se ha reproducido y su gente persiste.

Tiene una nueva sede, del lado de al frente. La gente entra y se pregunta si es lo mismo porque no quiere estar en otro lado. Quiere estar en ‘La Culata’, una picantería que aunó a la gente que iba al ya mítico ‘Gran Cacao’, un bar rústico que de alguna manera marcó un hito en la ciudad. ‘La Culata’ es ahora un sitio de encuentro y diálogo espontáneo. Las mesas están copadas por artistas que trabajan en teatro, música, cine. Es un lugar de transición.

Hace ya más de tres años, agolpaba presentaciones de artistas y músicos, pero cambió su sentido tras uno de los tantos procesos de la regeneración urbana llevados por el Municipio de la ciudad. Ahora, ‘La Culata’ es un punto de encuentro para terminar la noche en el ‘Cangrejo Cultural’. Allí, las paredes están ilustradas con el mangle con el que posiblemente se construyeron varias casas de la zona. Esta es una casa vieja que huela a madera, un olor “tan estrechamente ligado al puerto, que arrastra con su humedad el ánima de los fieles devotos del exceso de algunos espacios, unos desaparecidos ya como el Gran Cacao”, dice el escritor y cronista Luis Carlos Mussó.

Es común presentar poesía o, como el año pasado, servir de escenario para una ‘movida’ contraria, como la que hubo en ‘La otra orilla’, un encuentro paralelo a la Feria del Libro organizada por el Municipio de Guayaquil, pensada como “una alternativa distante a la cultura de élite”, según dijo uno de los organizadores.

El espacio ha tomado la batuta como escenario cultural de tal forma que, ahora, plantea la programación de foros y proyecciones de cine por las mañanas de los lunes, en el espacio del ‘Café del Cangrejo’.

La rutina ha cambiado. Antes estaban ‘Barricaña’, ‘El Montreal’, ‘El Gran Cacao’; ahora están ‘El Cangrejo’, “de cuyas puertas uno sale y percibe el aire de la ría, tan cerca como a un tiro de piedra y desliza la mirada por esa arquitectura que aún no destruye la regeneración urbana, que pretende homogenizar espacios a la manera no necesariamente local”, dice Mussó.

“Hace calor allí adentro”, comenta una de las visitantes del ‘Cangrejo’. Su compañero le replica que cree que eso hace al lugar. Hay un aire acondicionado, como se ha vuelto costumbre en cada rincón de la ciudad, pero no resiste a los cuerpos que luego de escuchar una escena poética a punto de nacer, o a veces más reconocida, bailan siempre a su ritmo.

Poco tiempo de vida

Los espacios culturales en Guayaquil suelen ser efímeros. Terminan asfixiados por el acoso de la autoridad. En los que ahora existen – y sobreviven– se dialoga, se lee poesía, se habla de nuevos géneros literarios, de hitos urbanos, de la historia, se baila salsa y se come. La diversión se nutre de las ideas.

Es la “mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas” del ‘Cafetín de Buenos Aires’ en el que el tanguero Enrique Santos Discépolo aprendería filosofía… dados… timba…

De los lugares que cierran o cambian emerge un nuevo recorrido, otro espacio, una variación que nutre de sentido la nocturnidad, aquella que el poeta colombiano Juan Manuel Roca reconoce como la hora en la que aparecen los “seres orilleros, los prohibidos, vejados. En la noche se recupera la evocación y  ello está ligado a la gente de la calle, el mundo de la cantina. A todo eso que aparecía en (los versos de) Baudelaire como una constante. Ya no solo es la ciudad sino la ciudad en la noche”, dijo en una entrevista.

El recorrido podría iniciar en la dirección en la que corre el agua del río en las noches, hacia el lugar fundacional, de sur a norte desde el este, hacia el cerro. Encabeza esta lista, entonces, la propuesta de la Universidad de las Artes, que este año apostó a un espacio para el diálogo con una programación constante e irrepetible.

La cafetería Malakita está pensada como un vínculo de la institución con lo público, con su entorno: lo programan quienes conforman la institución en el pasaje Illingworth, en Aguirre y Malecón.  

Las actividades del ‘Café Malakita’ varían entre la presentación de un libro de poesía, el diálogo sobre la ciudad y su dinámica, la proyección de una película o temas tan     –aparentemente– distantes como la ciudad y el psicoanálisis.  

El estigma de ser parte de un programa académico se contrarresta con los cojines y petates en el piso desde los cuales la gente escucha, sin formalismos innecesarios. La programación, en la mayoría de los casos, inicia a las 19:00 y termina en ‘Picantería La Culata’.

Lo mismo ocurre con quienes van al ‘Café del Río’, el espacio más dinámico del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC). A mediados de año, la Dirección Cultural Guayaquil cambió de mando y uno de los proyectos que emergió de la transformación fue la cafetería. A diferencia de ‘Malakita’, el ‘Café del Río’ tiene una programación única de los jueves en los que la oferta es tan variada como el panorama de las artes escénicas independientes y las posibilidades de diálogos que se tejen a su alrededor. (F)

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